El disfraz ético

El disfraz ético

Carmen Imbert Brugal

Yo no tengo escrúpulos”, confesó el ministro de Hacienda de Brasil-1994- al periodista, mientras esperaba el ajuste de micrófonos y luces, en el estudio de “O Globo”, antes de una entrevista. Convencido de la privacidad de la conversación admitió la manipulación de datos para favorecer al Gobierno y advirtió que después de las elecciones los huelguistas serían perseguidos. Una falla electrónica permitió que Brasil conociera las confidencias del cínico funcionario. El micrófono estaba activado. El hecho es conocido como “el escándalo de la parabólica”. El hombre fue destituido, después, un organismo internacional acunó su desvergüenza. El desafortunado percance que afecta al senador de la provincia de Santo Domingo permite mencionar el episodio, recreado por Eduardo Galeano en “Patas Arriba”. La difusión de una conversación entre el senador y un diputado ha desnudado al prócer. El escándalo será fugaz, pronto pasará al inventario de “los errores subsanables”. Esa atenuante creada por la narrativa de la patria nueva que convierte infracciones en equivocaciones, aunque atente contra la precaria institucionalidad criolla.

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El senador, durante la campaña, convirtió en obsesión su afán de juzgar. El Cambio asumió su prestancia y avaló su candidatura tan costosa como exitosa. Autoerigido como paladín de la ética, el empresario, fotuto en mano, predica el evangelio de la pureza con convicción y descaro. Pertenece al grupo de independientes, comprometidos con el presidente, de fidelidad tambaleante porque cuando intuyen tormenta están dispuestos a saltar del barco. Otros, de la misma catadura, designados por decreto, se ufanan de su contribución para el triunfo del candidato, pero no se identifican con el PRM, menos con su militancia. Son, pero no son. Les gusta bailar con el poder, siempre y cuando los distingan, reconozcan su valía y destaquen que no son iguales a los demás. Es el exigente oportunismo presente en la ruta esplendente del Cambio.

Nadie compite con esa legión. Juzgan, pero no temen ser juzgados, saben que los vientos huracanados del Caribe arrebataron la venda a la diosa Themis y la brisa descontroló el fiel de su balanza. Sus patrimonios escapan de aquella sentencia de Balzac que agazapaba un crimen detrás de cada fortuna. Todo en ellos es inmaculado, ajeno a la propina para obtener contratos o favores del estado, que no es lo mismo, pero es igual. El senador es locuaz, su verborrea encubre. Rehúye el diálogo porque solo él tiene razones y principios. Sus soliloquios agobiantes sirven para avalar la historia irrebatible de buen comportamiento y de espléndido auspiciador de movimientos, tan espontáneos como bien organizados.

Sin micrófono, sin luces ni apuntadores, el alma aflora, se regodea en sus miserias, suelta al aire la esencia. El disfraz ético es frágil, requiere alerta continua porque cualquier estimulo desnuda. Las estafas éticas tienen más tentáculos que cualquier pulpo y su tinta tiñe tanto como la que usa el calamar para protegerse. Ya el senador está libre y en cueros, no tiene que fingir menos persuadir amparado por una línea de crédito. Su campaña será transparente y quizás ahora menos pródiga. Corresponde a los electores votarlo o botarlo.

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