Culpar al extranjero de los males de la sociedad es una salida simple y efectiva para captar la atención de la ciudadanía puesto que apela al atavismo de las diferencias, el santo y seña de los nacionalismos. En boca de políticos, cualquier arenga en contra del extranjero se traduce en capital proselitista inmediato.
La historia está llena de ejemplos aterradores de lo que puede provocar este tipo de prédica. Nuestro país no es la excepción a esta nómina macabra.
Que el político recurra al desprecio al extranjero como herramienta para conseguir adeptos no es algo que llame a sorpresa. A fin de cuentas, la política partidista se rige por la lógica del interés, lo cual está muy lejos de la moral de la solidaridad esperable en un ordenamiento democrático eficaz. La historia está llena de incontables ejemplos de lo que puede provocar este tipo de razón. Nuestro país no es la excepción a esta pauta vergonzosa.
Ponerle coto al poder político es una de las tareas fundamentales del intelectual como figura pública. Pero cuando este interviene en el debate ciudadano solo para hacerse eco del discurso viciado de los políticos deja de ser una voz transformadora para volverse un fanático. En el caso específico de la fobia al extranjero, el intelectual se convierte en propagador de odio.
Le invitamos a leer: Tinder: Por qué las personas hoy se enamoran por redes sociales
En días recientes he leído con estupefacción en la prensa nacional algunas notas sobre las declaraciones de Roberto Cassá en torno al tema de la inmigración haitiana, así como sendos artículos de Guillermo Piña Contreras y Pedro Vergés en los que alaban un cuestionable libro sobre la misma querella: El ocaso de la nación dominicana, y ponderan a su autor como poco menos que un profeta. En las palabras de estas respetadas figuras del mundo intelectual dominicano los rancios argumentos sobre la presencia haitiana en nuestro territorio se repiten como en las fábulas infantiles.
Lo más chocante de estas intervenciones es que ni Vergés ni Piña Contreras ni el autor del libro que celebran con exagerado fervor abordan la médula del asunto. La inmigración haitiana está en la base de grandes fortunas en la agricultura, la construcción, el turismo y la economía de servicios. También enriquece por lo bajo a militares corruptos, los cárteles del carbón y los barones del azúcar.
La intervención del intelectual público en lo tocante al tema de la inmigración ilegal debería empezar por desmontar el sermón de los políticos estimuladores del odio y denunciar el proceder de esos elementos de la sociedad que medran con la pobreza del haitiano. Pero son tiempos extraños y puede que estemos ante el ocaso de la intelectualidad dominicana.