Hacer ruido, mecanismo de defensa

Hacer ruido, mecanismo de defensa

Rafael Acevedo Pérez

Muchas aves e insectos despliegan cuellos, baten alas y aúllan para intimidar o paralizar a un agresor o víctima.

Muchos hombres se valen del ruido para acallar su desorden emocional, su vacío existencial.

Deberíamos estudiar mejor a tantos ruidosos que no dejan vivir en paz a los vecinos, ni les importa que estén enfermos, durmiendo, descansando. Ni respetan territorio, status, hora…

Ni hablar de los borrachos. Que no quieren que el silencio les recuerde “que él está emocionalmente solo, que convive con seres a quienes ama, pero que no comprende ni puede ayudarles con sus propios problemas”.

El ruido estilo criollo, es un síntoma de perturbación mental, social, espiritual o física; demasiado comunes, pero mal diagnosticadas, porque suelen tratarse erróneamente “asunto de tipo cultural”.

Intelectuales y poetas tienen su manera de hacer ruido: Escriben y escriben, piensan y piensan: Schopenhauer o Nietzsche, fajados con enormes volúmenes, llenos de temor de que sus mentes se quedasen quietas y Dios aprovechara esos instantes para manifestárseles.

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Schopenhauer ni siquiera se molestaba en leer a otros autores, para tener más control de su silencio intelectual y su aislamiento espiritual.

Otros fabricaron sus propios ídolos espirituales, a imagen y semejanza, para en sus quietudes domesticadas poder comunicarse con su propio yo en estadios y dimensiones en las que no puede entrar espíritu alguno, divino o humano.

Habitando así en esferas autoconstruidas con cercas espirituales, donde ni mujer ni prójimo pudiesen inquietarlos. Solo accesibles a públicos perfectamente controlables, como las academias.

Nuestros ruidosos, que Dunker ha estudiado como cultura del tigueraje, suelen preferir el aislamiento que solo puede producir una bocina de 500 vatios.

Los ricos construyen murallas y amplían territorios; los clase medias hacen bulla con lujos materiales; los pobres lo hacen con bocinas en colmadones, bajo cualquier árbol o esquinas de sus barrios. Y, obviamente, con sus tenis nuevos y sus cacharros viejos, en permanente reparación.

Muchos “tígueres ruidosos” esperan una visa o una remesa de New York. Un empleo del gobierno. O a un político que lo salve de la miseria y la inseguridad que lo hace “poca cosa” delante de su mujer y sus hijos.

Para todos, ellos y nosotros, Dios tiene esperanzas y oportunidades… Y hasta para los tibetanos. Especialmente, porque Cristo les ofrece vuelo directo al trono de la gracia, sin tener que los pagar impuesto de “transmigración”, por tantas muertes en su camino a su Brahma.

Pero ni siquiera los tígueres de nuestros barrios están impedidos de llegar a cierta paz espiritual en sus propias guaridas, ya que la paz del Señor no tiene preferidos. Porque, precisamente, las gentes que más disfrutan de la paz de nuestro señor, son los pobres de esos mismos barrios.

En el fondo, hacer ruido suele ser un escape de gente que no aprendió a leer ni a escribir, ni a hacer nada con sus mentes; como tampoco tienen espacios públicos protegidos a dónde acudir con sus familiares.
Con todo, las autoridades deberían emprender una campaña más seria sobre la paz pública, el ruido, y la convivencia.

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