El color, esa huella presente en todos los escenarios que han acompañado al acontecer humano es de índole física, casi palpable. Afecta nuestras vidas porque altera el espacio gracias a su apariencia; engendra detalles sobre la faz de lo que nos rodea, pero, sobre todo, es emocional por los saltos que despierta en los entresijos del alma. Son múltiples las esferas conceptuales desde las que se desempeña: la mirada histórica a través de la cual el color recrea la atmósfera de las épocas; el espacio simbólico que nutre la semiótica y la nota que otorga significado a lo coloreado; la marca, que, como agente psicoactivo producirá en el desempeño anímico del espectador; y, por supuesto, la dimensión pictórica que, abrazada a la luz, invadió el mundo artístico desde tiempos inmemoriales.
La travesía de la pintura nació con el arte rupestre de veinte y tantos miles de años atrás a través del cual nuestros antepasados, no solo plasmaron la inmediatez circundante, sino más que nada su intención de mostrar la diferenciación existente entre los objetos que la conformaban. Es decir, adjudicaron al matiz cromático un rol de franca naturaleza simbólica en el proceso del relato de sus sensaciones y experiencias. Así, la cualidad del género pictórico viajará desde los tonos planos y simples del mundo faraónico y la experimentación con los primeros pigmentos, hasta la relativa disminución de su uso durante el Medioevo resultante de la predominancia del dorado y el fulgor reflejado sobre él que opacará detalles y bordes como consecuencia de la sacralización de las imágenes.
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Entrados el Renacimiento y la escuela veneciana con Tintoretto a la cabeza, el dominio del color sobre la escena retornará junto a la perspectiva para posteriormente ser consolidado por las innovadoras obras de Da Vinci, Rafael, Rembrandt, y Vermeer. Mientras la grandiosidad del claroscuro depositada en el tenebrismo a manos de Caravaggio hacía de la luz sobre el pigmento lo nunca logrado, los impresionistas despreciarán la oscuridad para convertir la paleta en amalgama. En destello que inundará el ojo sacudido y a la vez ocupado en su reinvención. Con el arribo del siglo XX, la senda trazada a través de centurias de pintura culminará en el arte abstracto donde el color llegará a ser lo absoluto, universo cromático y de luminosidad que rasga el alma de hombres y mujeres.
Azul
Los helénicos atribuyeron el azul de los océanos a las ondulantes cabelleras de las Nereidas. La ciencia, testarudamente convencida casi siempre, dice que fueron las algas de las profundidades del mundo primitivo las que le parieron. Más tarde, los asirios, afganos, y árabes le hicieron rey gracias al cobalto y a las piedras del lapislázuli. Y fueron los egipcios después quienes sintetizaron el primer azul artificial, frustrados por no contar con tan necesaria piedra semipreciosa para adornar las máscaras momificadas de sus héroes. Es de tal forma como la pintura conoce el azul en las decoraciones de las tumbas de la Dinastía IV sobre las que se empleó ampliamente la azurita, primer pigmento sintético. Entrado el año 1200 de nuestra era, aparece en Occidente el más esplendoroso de todos ellos: el azul ultramar, proveniente, una vez más, del lapislázuli, roca rica en pirita, calcita y lazulita.
En el ensayo Azul, historia de un color, Michel Pastoreau establece que para los pueblos de la Antigüedad el azul representó muy poco: no aparece en las pinturas murales ni en las expresiones rupestres sobre las que los artistas primitivos trabajaban el óxido de hierro a fin de crear pigmentos rojos y marrones. Brilló por su ausencia incluso entrada la Edad Media cuando los códigos sociales y caracterizaciones sobre el color estuvieron organizados alrededor del rojo, el blanco y el negro. Aún más, según el autor, el ostracismo sobre lo azul se manifestó hasta en la lingüística y en el vocabulario del latín clásico, lengua en la que la nomenclatura sobre él “aparece repleta de acepciones discordantes, cromáticamente imprecisas, polisémicas”. Pastoreau nos recuerda que en castellano, francés e italiano, las palabras que designan al azul no se originan en el latín, sino que provienen del alemán y del árabe: bleu (blau) y azur (lazaward).
Llegado a Roma, el azul egipcio se hizo azul coeruleum para entrar casi al olvido hasta el siglo IX cuando asumirá cierto protagonismo en la jerarquía político-religiosa gracias a los teólogos; estos últimos establecerán que la luz y el color, al ser simultáneamente visibles e inmateriales, pertenecen al territorio de lo místico “por naturaleza propia”. Azul, matiz del cielo, por ende, adquirirá connotación divina. Su extracción del glasto, planta crucífera silvestre abundante en la Europa Central, consolida su expansión por razones de índole económico, aunque gracias al descubrimiento del sintético azul de Prusia en los tempranos años del siglo XVII, dicha manufactura pasará de moda. Así, bastará poco tiempo para que aquel pigmento sucumba ante la invasión del índigo que para la fecha ya era cultivado en la India y por los esclavos del Caribe colonial.
Índigo, tono apaciguador, neutral, despejado de pasión -a-nímico- capaz de simbolizar los jeans y los pacíficos emblemas de la mayoría de los organismos internacionales; del ideario romántico de la renaciente Francia y la revolucionaria Norteamérica que renegaron del negro clerical y del blanco monárquico. Azul, barniz misterioso, “estado de la luz” ausente del arcoíris, el más raro del reino natural y sinónimo de las profundidades ambiguas; tinte de lo maravilloso e inexplicable cercano a la oscuridad y a la claridad gracias a su tono negro durante las noches de luna llena. Pálido en los más claros amaneceres; azul, “cuanto más profundo, más llama al Hombre a lo infinito despertando en él anhelo de lo puro y lo suprasensible”, según enunció Kandinsky.
Vitral, hogar de la expresión artística
Se trata de una inversión de valores, dicen algunos, en referencia a la historia acontecida con el azul desde los tiempos medievales hasta entrada la época actual. Eva Heller, en Psicología del color, enjundioso ensayo preñado de interesantes datos y cautivantes curiosidades, anuncia que en Europa las encuestas evidencian cómo el azul y sus más de cien matices es hoy el más popular de los colores. Ello así a pesar de que por mucho tiempo en el viejo continente fuese considerado un desagradable y denigrante tono cromático merecedor únicamente de la preferencia de los bárbaros ya que, para entonces, reinaban triunfantes el blanco, el rojo y el negro.
Gracias a la herencia bizantina, la tolerancia de Constantino y el desarrollo de la arquitectura, los antiguos cristianos se entusiasman ante el arribo de la luz retrato de la verdad divina, por lo que emplean vitrales con dos propósitos fundamentales: como consagrada intención espiritual, en la cual ella personifica cercanía a la verdad, y como artefacto doctrinario a fin de ilustrar en ellos pasajes religiosos dirigidos a los analfabetos a través de los grandes ventanales de las catedrales que rechazaban el oscuro claustro asociado al temor divino. Luego vendrá la Reforma luterana y su repudio a la adoración de la iconografía religiosa hasta arribar al neogótico y a los finales del siglo XIX en el que Delacroix, Ingres, y muchos otros, harán del vitral hogar de la expresión pictórica en anticipo a los azules del Greco, Vermeer y Tiziano, ante los cuales dichos maestros se rendirán para la eternidad.
No se ha encontrado azul en el arte rupestre paleolítico de Lascaux, los conocedores juran que lo vieron por vez primera los ojos de los remotos habitantes de Fenicia y Tiro. Los griegos sabían de él (lo utilizó Hefestos en el escudo de Aquiles del libro XVIII de La Ilíada), mientras se cuenta que el César, profundamente preocupado por el desenlace de sus incursiones guerreras, reconocía cómo sus soldados temblaban atemorizados ante las huestes teutónicas de caras pintadas de azul. Curiosa coincidencia con la longeva y diseminada costumbre de las madres iraníes coser abalorios azules a las prendas de sus vástagos a fin de espantar espíritus malvados.
El mar, mítica intención cromática
Fue mirando el azul como logré comprender que, al igual que el amor, portador de imágenes y reglas, el mar, locus originario de aquel color más allá de los confines del cielo, también posee significados y mecánica. Hablamos del mar-objeto que abandona la estereotipada idea cromática transformándose en tabula; en lápida, sendero, o esperanza. En sueño, digamos; leimotif de su razón de ser, que no son más que las olas que le otorgan vida, dirección e itinerancia. Marcas distintivas del pensar y del sentir.
Dos autores isleños alimentan dicha semiótica arrebatándonos la quietud marítima: Alejandro González Luna y José Mármol. El primero admite desconocer los confines oceánicos: Nadie sabe bien aquí/ a dónde va el mar cuando se aleja./ Qué huesos van al norte; qué amores van al sur y no regresan./ En tal escenario, el mar ha cesado de ser símil para adentrarse en la búsqueda ontológica, en los vericuetos de la duda persiguiendo el sendero de la verdad del signo, consciente quizás de semejante futilidad. Se transforma “en hambre de luz, en un viejo retrato sin fecha…”, como sentencia González Luna recordándonos, al estilo de Derek Walcott, que el mar, parecería, no aprende aún a descansar.
Mármol, por su parte, hace del mar la gran metáfora hogar de un sinfín de cosas: la belleza, la ensoñación, la furia, la injusticia y hasta el poder. Lugar donde el poeta se ha rendido ante el vuelo del océano entregado al azul: Azul es el tamaño de la fascinación./Azul es el calor de la arena de tu pecho./Azul como mi casa de la infancia, enfermo y solo./Azul cielo. Azul mar.
Adentrarse al mar mítico será, en consecuencia, emprender el camino hacia una Ítaca que hoy pudiese yacer en la infinitud de tres océanos con nombres y apellidos: en el mar Negro vecino de Crimea, del Cáucaso, y puerta del Egeo alimentado por el Danubio; mar inhóspito según Píndaro y hospitalario de acuerdo con la tradición greco-romana, testigo por lo demás de las más grandes batallas marítimas de la Antigüedad. El segundo, mar Blanco para los turcos -mare nostrum- para la anciana Roma, el Mediterráneo, por supuesto, cuna de vida, camino de sueños según Serrat, penosamente el más contaminado por su alta tasa de hidrocarburos, fue testigo del desarrollo de los egipcios, fenicios, hebreos, griegos, y romanos. Y el tercero, el Caribe cosmos inmenso del Walcott que le reconstruye a trazos persiguiendo la razón de ser y los orígenes de la identidad insular: Yo soy el ciego Billi Blue, él, Odiseo, el navegante/a quien el dios del mar volvía loco y quiso destruir…/… Y así mis blues vagan sin rumbo como humo del fuego de aquella guerra,/ porque sin remedio todo se derrumbó, una vez que Aquiles fue ceniza.
Eso sí, no se ignore que mar siglo XXI es también lar de trágicas migraciones; de Lampedusa, el Canal de la Mona y Gibraltar, espacios anegados de cadáveres no tan azules. Mares reminiscentes de otrora traficantes de humanos, abismo suicida de seres anónimos hechos cifras, y también ejemplo de mar camaleón -pálido, mejor aún- que en unas cuantas décadas transmutará coloración a causa de los desechos que arrebatan su estampa poética mientras le hieren a muerte regalándole plástico. Mar tragedia, en resumen.
Casi todo, pues, será azul. Tal como en el ideario de los emperadores chinos que lo vestían para venerar al cielo; como el color sacrificial de los mayas pintados de azul mientras los corazones vivos arrancados de sus víctimas continuaban escupiendo rojo; como el del joven Picasso parisino, lúgubre, “azul del inframundo egipcio donde el artista ‘muere’ y entra montado a caballo en el más allá, en el reino de los muertos” que emulaba el viaje mítico al Hades, según opinaba Jung.
Ante el ubicuo rostro cerúleo de la contemporaneidad, cabría preguntarse qué será de los tritanópticos, víctimas de la dicromacia azul que les hace incapaces de ver este color a causa de un trastorno congénito de los conos retinianos. Los afectados de dicha condición, desde niños, y ante el desconcierto de sus allegados, son incomprendidos por ver el mar de aspecto negro. ¿Qué será de sus corazones despojados del azul? ¿En qué color encontrarán sosiego? ¿Comprenderán al poeta (Mármol, una vez más), cuando dice Azul, azul de mar,/ tan similar al tiento de tu boca en mi otro beso./?
Jochy Herrera, ensayista y cardiólogo. Autor de Fiat Lux. Sobre los universos del color. (Huerga & Fierro, 2023).