Como punto de partida, intento reconstruir mi acercamiento temprano a la diversidad desde diferentes ángulos.
Quizás mi acercamiento a la diversidad de género, en una adolescencia temprana, vaya más allá de la narrativa de Simone de Beauvoir y de Sartre, o de los cuentos de Oscar Wilde y de las películas de Woddy Allen y Almodóvar.
Acaso se remonta a la infancia de un amigo muy apuesto y muy bien puesto a quien, además de vivir para ser feliz, le gustaba cocinar. Entendí abruptamente que mi amigo era homosexual, cuando su padre lo sacó a patadas de la cocina llamándole mujercita y dejando bien claro que los verdaderos hombres no se meten en asuntos de mujeres.
La ostensible femineidad de mi amigo, y su escurridiza presencia en el funeral de su propio padre, no hizo más que acercarnos con espanto a una realidad marcada por los golpes, el llanto y los mocos. La diversidad también tiene otras caras, la de la pobreza, por ejemplo.
Descubrí que la diversidad también tenía otras caras con marca de indigencia. Niños que en su inocencia desnuda comían tierra tres veces al día. Niños que no iban a la escuela, niños que sí iban a la escuela, pero descalzos, sucios y piojosos, y con un cabo de lápiz sin borra, prisioneros de medio cuaderno, porque la otra mitad era de sus otros hermanos divididos entre las tandas matutina y vespertina.
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A veces a la diversidad se le podía contar las vértebras. Solo había que quedarse mirando fijamente al bebé acostado sobre cartones en el suelo, respirando sibilante, mientras la madre, tan esquelética como él, le arropaba con hojas de periódico, el mismo periódico que, días más tarde, publicaría su historia de desgracia temprana.
La diversidad también se vestía con ropa de jardinero escuálido para desyerbar los patios de todas las casas del pueblo, y terminar muriendo de insuficiencia respiratoria en una casucha maltrecha con techo de palma.
Y se vestía de “Hombres-Polios”, que en un pueblo olvidado se dedicaban a la venta ambulante de chucherías o la ebanistería porque nadie los quería en las escasas tiendas o en las pretenciosas fábricas de materiales de construcción.
También se disfrazaba de “Adolescente- Monstruo”, que familiares desaprensivos subían a un Chevrolet destartalado para lucrarse de su cabeza hidrocefálica, de la protuberancia de sus dientes y de su lengua babeante.
O se convertía en el drama de Teo, la “Chica Polio”, la “Chica Retardo”, “La Loca” con la que asustaban a los niños desobedientes entre los que, con frecuencia, me encontraba.
Olían también a “diversidad” los hermanos Neta y Miguel, enfermos mentales modélicos de un sistema sanitario inoperante. Eran los “locos” que lanzaban piedras a los niños al salir de una escuela a la que a ellos se les impedía entrar.
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Había allí otro tipo de diversidad: la cultural y la gastronómica. En ese pueblo perdido del Cibao, un “gringo”, único en su clase, con raras costumbres gastronómicas compraba a un dólar las bolsas de yute llenas de sapos para comerse las ancas, beberse su sangre y amasar las vísceras con harina de trigo.
Toda esa diversidad terminó marcando el inicio de una sensibilidad temprana hacia la pobreza extrema, la mental y la existencial, de la que nunca he podido sustraerme en un país signado por la desigualdad social.
El lado feminista de la diversidad
Trabajé en el área de comunicación de la organización líder y pionera del movimiento feminista más importante del país. Joven, sensible, vehemente e impulsiva, era la periodista recién graduada que absorbía un poco de toda esa magia feminista que, con pasión y rigor, se hacía sentir en la consecución de una democracia sólida, participativa y libertaria.
Era una época todavía convulsa políticamente, con rezagos de una dictadura que se alzaba como una sombra en los ciudadanos comunes y en las altas esferas empresariales y políticas. Y en ese contexto sociopolítico, actuaba en la agenda pública el Centro de Investigación para la Acción Femenina (Cipaf).
Desde luego que, las mujeres que trabajaban en Cipaf eran todas signadas de lesbianas, o de viejas amargadas que lavaban el cerebro a las mujeres y rompían hogares. Yo preferí quedarme con la parte literaria y el ejercicio inicial de un periodismo enfocado en el movimiento feminista internacional.
En Cipaf abrevé en una de las mejores bibliotecas de literatura femenina del Caribe y la única del país. Sociólogas, historiadoras, escritoras, educadoras, lingüistas y periodistas de altísimo nivel profesional confluían en Cipaf. Yo era una especie de joven pasante que hacía de mandadero y andaba medio en el aire en la intrahistoria que se colaba y se manejaba en otros escenarios con verdades a medias, morbo y saña.
Fui testigo del desdén a “las moñúas” (pelo crespo, suelto y alborotado), término satírico y mordaz que utilizaban para referirse a las mujeres del Cipaf y de otros movimientos feministas.
Cipaf fue un movimiento fuerte que se dejó sentir y propició cambios importantes en la participación de la mujer en la educación, el ámbito laboral y la política. Una verdadera corriente de liberación femenina que hoy no se le reconoce seriamente, ni a sus impulsoras ni al movimiento como tal.
La familia, sagrada y bendita, donde se cuece la tolerancia
Mi acercamiento a la diversidad ocurre ahora, en los viajes de buceo que hago por la isla y fuera de ella descubriendo nuevos mundos submarinos en compañía de un grupo de buzos en el que confluye la multiculturalidad.
Mi acercamiento a la diversidad está omnipresente en una familia amplia, longeva, academicista, cerrada, librepensadora, católica, evangélica, catecúmena, atea, tradicional, moderna, negra, mulata, blanca, machista, amazónica, apostólica y romana. Esa es la familia en la que crecí y respiro, una familia relativamente abierta a la diversidad. Como ella, me descubro repitiendo palabras y actitudes discriminatorias. Me construyo y nos construimos cada día y crecemos de a poco. Como la sociedad misma.