La metamorfosis

La metamorfosis

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Todo pasa muy rápido. Como un soplo. Está uno tan feliz cargado en los brazos de su padre, mirando juntos hacia la Luna el mismo día que se dio “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, cuando, de pronto, nos despertamos, cual Gregorio Samsa, “una mañana después de un sueño intranquilo”, con el “vientre abombado” y “parduzco”, y nos miramos en el espejo y lo que vemos es a nuestro padre, quien nos devuelve la mirada, con nuestros propios ojos y con nuestro propio rostro: la misma cara de nuestro progenitor.

No es solo que “los espejos tienen algo monstruoso”, como afirma el viejo sabio Jorge Luis Borges. Es también que, en palabras de Juan José Millás, es “raro, tener la edad del padre de uno cuando el padre de uno comenzó a envejecer, o cuando empezamos a mirarlo como un anciano incipiente. De un tiempo a esta parte, veo en todos los espejos en los que me miro a mi padre. Es él quien toma los ascensores de los hoteles en los que me hospedo; él quien se afeita en los cuartos de baño de esos hoteles; él quien se corta el cabello en las peluquerías en las que entro al azar. Yo estoy también, claro, pero a este lado del espejo. Al otro encuentro siempre a mi padre, que me observa atónito, como extrañado de haber tenido algo que ver en la vida de este hombre maduro”.

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Muchos, como Albert Camus, tienen que criarse solos, “sin haber conocido nunca esos momentos en los que el padre llama al hijo cuando éste ha llegado a la edad de escuchar, para confiarle un secreto de la familia, o una antigua pena o experiencia de la vida”. Son aquellos que aprenden y crecen solos, “en fuerza, en potencia, encontrando solo su moral y su verdad, para nacer por fin como hombres y después nacer en un nacimiento más duro, que consiste en nacer para los otros”.

En cualquier caso, lo dijo George Orwell, cuando apenas había cumplido los 46 años y no sabía que le quedaban pocos meses de vida: “a los 50 uno tiene la cara que se merece». Para gran parte de la humanidad, sin embargo, no es a esa edad que termina la lucha en y por la vida.

André Malraux, fallecido a los 76 años, insistía en que “el verdadero combate empieza cuando uno debe luchar contra una parte de sí mismo. Pero uno sólo se convierte en un hombre cuando supera estos combates. No tarda nueve meses sino sesenta años en formarse un hombre. Todo hombre se parece a su dolor”.

Es entonces cuando te apresuras a ver viejas fotos tuyas. Para detectar el preciso momento de la metamorfosis. Cuando tu rostro se volvió indefectiblemente el de tu padre. Pero lo que encuentras, lo dice Guillem Martínez, no son más que “fotos de diversos rostros tuyos, conforme se van estrellando contra el destino”, en esta bella y valiosa aventura que es la vida, en este largo camino, como afirma San Pablo, hacia no ver confusamente como en un espejo, sino para conocer “como Dios me conoce a mí”, a través de la más grande de todas las cosas que no es más que el amor.

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