La Virgen y yo

La Virgen y yo

Altagracia Paulino

Nací en una noche fría y lluviosa un 21 de enero. Por eso me llamo Altagracia, como la Virgen. La madre del hijo de Dios marcó mi vida desde que tuve raciocinio. Es que mi madre, muy devota, me inculcó el culto a la Virgen de tal manera que trascendía a cualquier parámetro material conocido. Era una especie de miembro invisible de la comunidad familiar a la que pertenecía.

Si la “virgen lloraba” por algo me daba mucha tristeza, de modo que para motivarme a hacer cosas estaba presente la misteriosa virgen María. Recuerdo un día que quería dormir desnuda, mi madre me dijo al oído que la virgen lloraba si las niñas dormían desnudas; eso fue suficiente para ponerme el pijama y nunca he podido dormir sin ropa.

No sé cómo se le ocurrió a mi madre decirme que la virgen comía los huevos hervidos, fue determinante para no comer huevos de otra manera hasta bien adulta; se debió a que los huevos fritos me hacían daños y el médico le dijo que era preferible que me los suministraran hervidos.

Cuando tenía 4 años me dio sarampión, me vi muy mal. – habían muerto mis dos hermanos mayores, solo quedaba yo y mis padres me encomendaron a la virgen-, todavía laten en mis adentro los recuerdos de sus suplicas para que yo no corriera la misma suerte. Sentía con frecuencia las manos de mi padre colocadas en mi frente, no solo midiendo la temperatura, sino dándome una especie de soplo de vida, eso que hoy se conoce como “Reiki” que es la cura con el toque de manos.

Papá no tenía noción de Reiki, pero le funcionaba, era una especie de “Santiguo”. Bastaba con un buen rato a mi lado y me recuperaba.

A los seis años hice un coma hepático, ahí sí que me vi mal, duré 21 días ingresada en el hospital San Vicente de Paul, de San Francisco de Macorís. Las monjas que manejaban el centro lo hacían con tanto amor que hicieron crecer mi admiración y adoración por la Virgen.

Todos los días rezaba el “Santo Rosario” con las monjas, me lo sabía de memoria. Cuando salí del hospital, sana y salva, mi madre ofreció una promesa que significó pasar los próximos seis años, hasta los 12, vestida con los colores de la Virgen de la Altagracia: azul y blanco.

Cuando parí mi primer hijo, lloré muchísimo, las contracciones eran terribles, y mi madre decía: “no te preocupes, la Virgen pasará su manto y todo se olvidará”. No fue así, no olvido los dolores de partos.

En cuanto a la “promesa” iba acompañada con un viaje a la catedral de Higüey. He ido varias veces, pero no a pagar la deuda que contrajo mi madre con la Virgen, ella cambió de religión y terminó reconociendo que era ignorancia de ella hacer esa promesa, pese a los milagros que mi papá reconoció eternamente porque después de mí hubo más hijos que sobrevivieron.

Mis padres vivieron juntos hasta que la muerte los separó. Ella Testigo de Jehová y él católico radical y militante. ¡¡Soy un milagro!!

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