Aunque a unos los inspira y a otros los acorrala, todos tenemos derecho a mojarnos. La lluvia puede ser poesía si apaciblemente la dejamos caer sin resabios, prestos a su contemplación.
Obliga a pausar afanes, a retomar temas que no estábamos en actitud de pensar. Mejor aún, nos hace ser empáticos, y experienciar la necesidad de cercanía de los otros. Nos muestra vulnerabilidades y rutas de acceso a otras personas; y a debilidades afectivas y emocionales nuestras que no conocemos a fondo, ni sabemos fácilmente controlar. Un frescor repentino, un poco más de frío nos vuelve tiernos, accesibles, emotivos, vulnerables.
A menudo la lluvia es como una orden repentina de cambiar rutinas; de mirar las cosas con detenimiento, fuera de toda normatividad y prescripción social. Una ruptura no programada de los marcos de referencia de conducta diarios, de las formas de comunicarnos y relacionarnos. Aun las personas más rígidas se flexibilizan, los más emperifollados pierden formalidad, y los más adustos se tornan simpáticos.
Como si el cielo les dijera: “detente, observa desde otro punto de mira”. Al romper formalidades, esquemas de relaciones, interacciones sociales, las diferencias de status suelen desleírse por instantes y los humanos somos, milagrosamente, más humanos, más iguales.
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La gente, en su corazón, disfruta su derecho a la espontaneidad e informalidad, a ser más ella misma. La lluvia suaviza los rostros más adustos. La espontaneidad deroga osificados mecanismos de defensa, como si nos diera permiso para ser quienes real e íntimamente somos. Incluso los padres y los hijos tienen mayores libertades, y pueden disfrutar no estar tan restringidos dentro de sus papeles de papá y mamá. Solemos permitirnos hacerle bromas a papá, ocurrencias y juegos de palabras que la normalidad no permite.
La lluvia también suele ser procaz, insolente, provocativa. Poco o nada solemne. Desborda barreras sociales o físicas, bordes y riveras que la gente olvidó que eran cuencas, propiedad de los ríos. Y nos da permiso para que sentimientos y emociones padecidos durante años, podamos enviarlos a la otredad o a la nada, y sacarlos definitivamente de nuestras vidas. Diciéndonos, secretamente, que podemos soñar con realidades diferentes; que los males sociales, sistemas y leyes injustos, e igualmente la corrupción y los prejuicios sociales no son para siempre. O nos pone románticos, soñando con “…otros cielos, otro mar; otras gentes…con maneras diferentes de pensar” (Gutiérrez Nájera).
Cada gota puede ser sentida como una caricia del cielo; una descarga “electro-emocional” de los elementos. Dios la manda a interrumpirnos, a obligarnos a vernos hacia adentro. A verlo a él.
Los campesinos oran porque les llueva a sus cosechas. Su futuro pende de esos aguaceros. Poca lluvia es pérdida de cosecha; mucha lluvia es desastre. En ambos casos, deudas, bodas postergadas, migración y cambio de vida. La lluvia nos obliga a la creatividad.
El maestro Bosch, con su relato “Dos pesos de agua”, nos recuerda que no debemos dejar todo en manos de Dios, que a los pobres debemos responderles nosotros sus oraciones. Especialmente, cuando los aguaceros dañan sus casuchas y sus cosechas.