La generación del sesenta prodigó al teatro entre los géneros a que dedicó su literatura. Tal vez no hubo otra generación más apegada a ese género. Lo demuestran los autores como Iván García (Fábula de los cinco caminantes, 1963) Franklin Domínguez (El último instante, 1957), Carlos Esteban Deive (El hombre que nunca llegaba, 1971), Rafael Añez Bergés (Los ojos grises de los ahorcados), Efraím Castillo (Viaje de regreso, 1968), entre otros.
La recensión a sus trabajos aparece en los suplementos de la época, en la crítica de Manuel Valldeperes (Obra crítica en el periódico El Caribe, 1998); en el libro de juicios críticos de Marcio Veloz Maggiolo (Cultura, teatro y relato en Santo Domingo, 1972). Reseñas y aproximaciones a libros que publicó en la prensa nacional cuando era estudiante en Madrid.
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Otras referencias encontramos sobre la generación en Literatura Dominicana 60, de Ramon Francisco, Crítica además, Sobre arte y literatura, recogidas en Ensayos, (2022) por Guillermo Piña-Contreras para la Sociedad Dominicana de Bibliófilos. Debemos resaltar la presencia colindante de miembros de otras generaciones que también cultivaron entonces el drama: Héctor Incháustegui Cabral (“Miedo en un puñado de polvo,1964), Máximo Avilés Blonda (Las Manos vacías, 1959) y Manuel Rueda (La trinitaria blanca, 1957 y Teatro, 1968).
Los lectores del ático (1995) es una de las obras de Efraím Castillo, que como todos los del sesenta, vio la gran aventura del teatro experimental y tuvieron su encuentro con lo absurdo, al estilo de Samuel Beckett (Esperando a Godot), y del rumano Eugène Ionesco (La cantatrice chauve y La leçon, 1950).
Contrario a otras obras más experimentales, Los lectores del ático es una pieza dramática más interesante para un público general debido a su tema. Varios lectores se citan en el ático y tienen como trabajo leer a un ciego presidente en la postrimería de su vida. Las conversaciones reconstruyen aspectos importantes de la vida política dominicana; presentan la relación estrecha entre cuerpo, poder y autoritarismo. Y la muestra de tal manera que los lectores que vivieron la época podrán entrelazar lo que ocurre en la representación con la memoria vivida.
Estructurada por un acto único y seis escenas y ambientada en los años noventa, la obra contiene, como el teatro clásico, unidad de espacio y de tiempo. Es el espacio que recuerda la casa del viejo caudillo político en la avenida Máximo Gómez, su traspatio, y la figura de un solterón que echa de menos sus años pasados. La tragedia de una política que se empina en la figura de un hombre cuya decadencia corporal arrastra las lamentaciones de un tiempo sostenido por el autoritarismo.
Un tiempo en que se escucha la voz militar que estuvo tan presente en las representaciones literarias del sesenta; pienso en cuentos de Lockward Artiles, Carlos Esteban Deive, Marcio Veloz Maggiolo, en la novela Musiquito de Enriquillo Sánchez… La voz autoritaria es la del poder, remanente de una época que es la gran preocupación de los intelectuales de esa generación; ellos desean que el país no vuelva a Trujillo luego de su ajusticiamiento. Rechazaban la posibilidad de un trujillismo sin el tirano.
El drama Los lectores del ático presenta un diálogo con dos líneas narrativas estáticas. Por un lado, la vida política con sus elementos cotidianos: simbolizados en la acción del presidente como el regalo de apartamentos o la entrega de tierras, los actos de inauguración que fueron símbolo de lo que se decía y de lo que el poder quería que se dijera, en una época de tanto encubrimiento; por otro lado, una reconstrucción del pasado de la política dominicana que tiene su hiato en la década del treinta, con la participación de intelectuales contra Horacio Vázquez y su apoyo a una salida política que abraza el poder omnímodo de Trujillo.
El pasado y el presente quedan ahí representados o puestos al descubierto. Son estáticas las líneas porque las referencias al presente y la evocación del pasado no entraña una acción dramática, que no sea el sentido trágico y decadente del momento. El cuerpo, la sexualidad, las intrigas y los malentendidos que enredan ciertas escenas, dan a la obra otro cariz, no menos interesante: la exploración de la vida y la muerte de un símbolo del poder y cómo el tiempo lo hace un muñón lastimero. Imágenes reiteradas de ese anciano que se aferraba al poder que apenas veía y poco caminaba las vio la República Dominicana en la década de 1990 como una relación entre tragedia y poder.
Aunque existe un reenvió a evaluar la ejecutoria política de Balaguer en el poder, estas balbucean y los diálogos o referencias se quedan en un esbozo. Cierto es que la línea de la historia del país no contiene una visión positiva ni un proyecto de esperanza. Esa posibilidad introduce en el texto una novelización de la realidad. Balaguer entendía la historia y su posición en la historia como un factum. Las acciones humanas están determinadas por el destino. No hay ni utopía ni esperanza en la ideología de Balaguer.
La obra sobresale por la ambientación y una didascalia que permite que el tema representado tenga una poderosa virtualidad. Aspecto sumamente importante para la representación dramática y para la comprensión del espectador. Ya que el teatro se escribe para ser leído y para ser representado, esta obra cumple muy bien con ambos propósitos. El dramaturgo en la construcción del ambiente a través de las indicaciones al director crea espacios y escenas donde se hace más “real” el asunto que se trata y el teatro se aferra a lo que es, junto a la novela, una expresión de la vida, porque “la vie c’ est un théâtre», como dicen los franceses.
La virtualidad o relación entre lo que se presenta y lo real es un aspecto propio de una generación como la del sesenta afanada en desvelar lo oculto del poder. A denunciar los hechos de un autoritarismo que queda en la vida social y política. De ahí que la ausencia de la acción que daría más movimiento a la obra es compensada por el interés de presentar, indagar y, en cierto sentido, testimonial la vida de una época. La obra literaria entonces queda como crónica o testimonio; a la vez que reconstrucción del artista como sujeto en el lenguaje, en la política y en la intrahistoria.
Solo echamos de menos una construcción lingüística en que el lenguaje muestre mayor interés estético; tal vez esta ausencia se deba al propósito de alcanzar un público mayor.
Elegida por L. Howard Quackenbush y reproducida en la Antología del teatro dominicano contemporáneo, tomo I (2004), Los lectores del ático es una parte importante de nuestro teatro. El profesor de la Universidad de Nueva York escribe: “Es un drama estático que se lleva a cabo en el antedespacho, la oficina-biblioteca privada y la habitación de la residencia del mandatario… El General, un ayudante militar, es un hombre inflexible, típico de los que aprenden a mandar, ¿pero que nunca aprenden a preguntar para qué mandan? “(96). “Tal vez nos está diciendo Castillo [en su obra] que la nación entera tendrá miedo de la vida después de Balaguer. La autocracia y la oligarquía tienden a ser muy cómodas para muchos” (Antología, 100).