Desde su llegada al poder, el PRM ha institucionalizado un discurso sobre la carga de la inmigración haitiana para el servicio público, poniéndola incluso como una amenaza para su estabilidad. El presidente Luis Abinader y el ministro de Exteriores, Roberto Álvarez, han sido vehementes con esta narrativa sobre el “costo de la inmigración”. En este escrito propongo abordar los principios de los cuales emanan sus lógicas y la violencia que se desprende de sus acciones.
Resulta paradójico hablar del “costo de esta inmigración”, a sabiendas que el crecimiento económico de la nación dominicana se forjó mediante la explotación extrema y la coerción de derechos de la mano de obra haitiana en el sector azucarero, expandida luego a otros sectores agrícolas, de construcción y servicios. Esto no es historia del pasado. La inmigración haitiana sigue siendo un soporte mayor al desarrollo económico del país.
Hace tan solo dos semanas, la industria del banano demandó al Gobierno otorgar permisos temporales para unos 14,000 trabajadores haitianos. De igual modo, el sector arrocero alzó su voz de alarma hacia el Gobierno contra sus deportaciones masivas, las cuales representarían la extinción de la agricultura dominicana. La lógica capitalista es simple: para expandir la producción y abaratar sus costos de cara al mercado nacional e internacional, se requiere de una mano de obra sujeta al trabajo arduo, desvalorizado, con salarios de miseria e ínfimas (o nulas) prestaciones sociales y derechos laborales. Esta ha sido la matriz que ha gobernado la gestión de la inmigración haitiana: una inmigración aparentemente indeseada, pero sigilosamente necesaria, para no decir clandestinamente fundamental para la economía dominicana.
Necesaria, a ciertas condiciones, cabe decir. La presencia de estos inmigrantes ha sido exclusivamente subordinada al trabajo. Fuera de este marco, su presencia es impensable, considerada ilegítima. Así sucedió hace unos años, cuando el antiguo alcalde de Santiago, Abel Martínez, vino cámara en mano a ahuyentar unos inmigrantes haitianos (adultos y niños) que jugaban canicas tranquilamente en un parque de la ciudad. Básicamente, lo que era escandaloso e insoportable a sus ojos, era ver esta población entreteniéndose en un espacio público, cuando normalmente se piensa que está o debe de estar en un ingenio, circunscrito en un sitio de construcción, en los espacios invisibles de los hoteles donde sirven o en la intimidad del trabajo doméstico en casas privadas.
Esta visión racista conlleva graves repercusiones en la vida de los inmigrantes. No tienen derecho a tener vida social, ni siquiera tener parejas, menos hijos, y ni hablar de reagrupamiento familiar. Su condición de seres humanos queda totalmente subordinada a la condición de “trabajadores”, sin los derechos que la propia Constitución y las leyes dominicanas deberían otorgarles. Es decir, su presencia es exclusivamente tolerada de, por y para el trabajo, ¡y vaya en cuáles trabajos y bajo cuáles condiciones! Esta lógica utilitarista superpone el beneficio material del “inmigrante” ante cualquier otro aspecto de su vida personal y social.
En esa línea se inscriben los discursos del Luis Abinader y Roberto Álvarez, quienes tienen cierto tiempo sacando numeritos del costo de esta inmigración en los sectores de educación y salud. Sin hablar nunca de la contribución en términos de productividad y de los impuestos indirectos que versan estas personas.
Tal cual un sorteo de “quién da más”, las cifras del Presidente y del ministro variaron en una semana de intervalo en sus declaraciones en la ONU y para la cadena France 24. El objetivo era provocar una alarma que legitimara sus políticas. Álvarez recalcaba que el 16% (Abinader dijo 12%, y hoy el ministro ante la OEA habla de 9,9%) del presupuesto de salud estaba dedicado a extranjeros, “sobre todo a haitianos”, y que el 37% de las camas de los hospitales están ocupadas por “parturientas… a un costo muy alto”. La violencia del lenguaje que esencializa la mujer a un objeto de parto habla por sí mismo.
¿Pero, a quién se refiere el ministro? ¿Habla de haitianas residentes o recién llegadas, de mujeres haitianas o de ascendencia haitiana, nacidas en el país en situación irregular o sin inscripción en el registro civil, despojadas de papeles, en proceso de regularización o ya regularizadas, o simplemente mujeres de apariencia “haitiana”? El carácter impreciso de esta categoría no es inocente. Su fin es performativo: normalizar el fantasma acorde con la política de criminalización. Lo mismo sucedió cuando el ministro agregaba que “de dos millones de estudiantes en básica y secundaria, hay 200,000 extranjeros, de los cuales 143,000 son haitianos, de origen haitiano, a un costo anual de unos 2,900 dólares por estudiantes”. ¿Qué es lo que pone el ministro en cuestión que lo lleva a enjuiciar estas poblaciones? ¿Será que la salud y la educación en nuestro país están condicionadas a un origen, a un estatus cívico? ¿Olvida el ministro cómo han actuado otras sociedades con los inmigrantes dominicanos (regularizados o no) y sus familias, en términos de salud, educación, reagrupamiento familiar, pensiones, asistencias económicas como cupones de comida, naturalización y otorgamiento de residencias? En estos dos últimos renglones, solo en Estados Unidos más de un millón de dominicanos han podido regularizar su estatus migratorio. Esa realidad es la que ha permitido que el país pueda recibir los casi 11,000 millones de dólares en remesas anuales, el mayor ingreso económico del país.
La no respuesta a estas preguntas revela las derivas del Estado dominicano que se abstrae de sus funciones básicas. Tanto así que para Álvarez el Gobierno asume hasta cierto punto estos “gastos” como una “asistencia humanitaria”. Como si se tratara de una caridad, viso característico del colonialismo. Para la inmigración haitiana y sus descendientes no hay siquiera esperanza de contar con la mano protectora del Estado. Aquella que cuida, cura, educa y promueve la paz y el desarrollo de la gente y sus comunidades. El Estado neoliberal que hoy nos rige transfiere sus responsabilidades sociales a la mano dura, que priva de protección y castiga a las poblaciones más desfavorecidas: sea mediante la criminalización del “cuánto nos cuestan”, como por la práctica penal que se ejerce mediante las deportaciones masivas.
Así va la regresión de la condición humana en nuestro país. Mutilada de existencia ciudadana, cercenada del derecho a tener los derechos de muchos. ¿Cuándo veremos que esta sórdida relación del Estado dominicano con la inmigración haitiana y sus descendientes arruina no solo el derecho a la vida de estas poblaciones, marca un no retorno a la normalización del atropello de la dignidad humana, y anticipa un Estado de barbarie? No nos merecemos eso.