Nadie, absolutamente nadie, en el transcurrir de su vida ha dejado de ser tocado por sentimientos de pena que nos da la lejanía, la ausencia o la pérdida de algo o alguien querido. Es la triste y grave sensación que padecemos en el más íntimo regazo del alma, que con cierto dejo de tristeza y resignación asumimos: nostalgia, pesar del alma.
El hombre, por su propia naturaleza, inteligencia y espíritu aventurero, por su capacidad de crear, transformar asuntos materiales y espirituales vive ideando proyectos de vida, ideales y sueños con la esperanza de grandes realizaciones que pretenden ser su más cara expresión de vida. Pero el azar, el decir de los avatares de la existencia, las circunstancias inesperadas, los vaivenes que nos toca padecer, dictan la más cruel sentencia que se interpone de manera frontal al feliz término de nuestros deseos cargados de ilusiones, más caros empeños, proyectos materiales, de sueños; en fin, del vivir, del existir, y se desvanecen, se esfuman y solo en lo más profundo, el más triste recordar queda, en el incierto decir de la memoria medita una historia lejana, casi olvidada: utopías, pesar del alma.
Carlitos con sus apenas diez años cumplidos, ve cómo el cielo de un luminoso azul, se ha ido tornando más oscuro, y negras nubes anuncian lluvias que él espera con inquietud, pues bien sabe que muy pronto se dará ese agradable baño en el aguacero vestido como Dios lo trajo al mundo.
Carlitos es uno de los tantos niños que comparten ese encantador entorno de casas parecidas las unas a las otras, calles de tierra, árboles frutales de todas las especies, solares baldíos para jugar y un vecindario por todos conocidos. Ese encantador entorno es su pueblo, que más que pueblo, es un barrio grande donde convergen los cuarenta y tantos empleados de la administración que la empresa azucarera ahí establecida, aporta para un mejor funcionamiento.
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Cuando las vacaciones se acercan, se asienta en el pueblo todos los años, el pequeño circo esperado con ansiedad por Carlitos y la pandilla que él dirige.
Era un tiempo de alegría, de sueños, de inquieta paz espiritual. Los caballitos, el carrusel, la montaña rusa, los columpios y el mono Tití que hacía las delicias del circo con sus piruetas que a Carlitos le encantaban y no podía contener la risa.
Las locomotoras, las máquinas, como le llamaban en el pueblo y en el batey cercano, llenaban de júbilo a Carlitos con el sonido penetrante de sus pitos y el sonido metálico de las ruedas de acero al rozar los pulidos rieles.
Se amigó con el maquinista de la maquina número doce, llamado Rafael, pero le apodaban Buenas Noches. Nadie pudo entender ni imaginarse la inmensa alegría de Carlitos cuando Rafael le invitó a dar un paseo en su locomotora y le permitió por un momento, manejar las palancas que son para guiar esa enorme mole de hierro forjada.
Carlitos y sus amiguitos se esconden de todo el mundo en un pequeño monte con paseos interiores que ellos recorrían en caravana en plan de exploradores. El montecito de Mr. Clock, que así se llamaba, para Carlitos era la gran selva africana donde habitaban animales salvajes y anidaban toda clase de aves extrañas. Unas veces él era Tarzán, otras Flash Gordon, el Hombre Araña, también el Fantasma y las más de las veces Superman.
Así se mantenía horas enteras, hasta que la noche truncaba sus planes y había que estar ya en casa.
De esta simple y sana manera, recreaba en su mente las encantadoras aventuras que a diario las volvía a vivir o se las imaginaba.
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El tiempo pasó, Carlitos creció, ya a sus 18 años partió a la Capital en un plan de estudios superiores. Por razones diversas, tuvo que establecerse un largo tiempo en esta.
Una vez quiso volver a su querido vecindario, ya frisaba los 60 años. Esperando revivir sus viejos sueños de infancia, quiso llegar a su adorado vecindario, pero el progreso lo traicionó. La voraz fuerza del tiempo no dejó ni siquiera una huella de su viejo terruño.
Ya no había casas parecidas las unas a las otras, ni calles de tierra, ni árboles frutales de todas las especies, ni solares baldíos para jugar. Ya no existía el conocido vecindario ni el encantador entorno que era su pueblo. Solo quedaron las huellas de tractores como un símbolo doliente de un lejano recuerdo. Del pequeño circo nadie pudo decirle nada. Ya no hay caballitos, carrusel, columpios ni el mono Tití; el de tantos recuerdos.
Buenas Noches, el maquinista, su gran amigo, había muerto. Las locomotoras ya no herían el aire con su sonido. El montecito de Mr. Clock ya no era la selva africana, sino un nuevo edificio de apartamentos. Se perdió en el tiempo Flash Gordon, Tarzán, el Hombre Araña, El Fantasma y Superman.
Carlitos, digo, don Carlos, no tuvo otra alternativa que marcharse de lo que fue su pueblo y su niñez encendida de un hermoso vivir.
El tránsito solitario en la carretera de vuelta fue un gran motivo para sentirse a solas con su pensar y todas las vivencias de infancia golpeaban su triste padecer cada vez más y solo convencido cabalmente pudo comprender que apenas de lo vivido solo queda el recuerdo, sentimiento anclado en un ya frágil corazón que es grave y triste; lejano y ausente: es la nostalgia, pesar del alma.