Guardianes de la verdad Opinión
Altagracia Paulino

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La última mitad del siglo pasado fue muy rica en cuanto al desarrollo social y humano. Pasamos de una sociedad totalmente rural a un tránsito hacia lo urbano de forma exponencial que, para quienes lo sobrevivimos, resulta impresionante.

La sociedad rural se caracterizaba por familias que residían en el campo, en casas individuales y distantes unas de otras, donde no había mucha diferencia entre ricos y pobres. Al compartir el territorio, las aldeas se convertían en comunidades solidarias donde se compartía la comida, la producción, las penas y las alegrías.

Para entonces, cerca del 70% de la población (69.74?%) vivía en el campo y solo el 30.26?% en las ciudades, conforme al cuarto censo de población de agosto de 1960.

El panorama comenzó a cambiar casi de inmediato tras la desaparición de la dictadura, que había restringido la mudanza del campo hacia las ciudades.

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Tras la muerte de Trujillo surgieron “las turbas”, la gente se sintió libre y salió a derribar todo lo que pertenecía a la familia Trujillo y a sus colaboradores. Los bustos y estatuas fueron los primeros en ser demolidos, y el local del Partido Dominicano —el partido de Trujillo— fue saqueado. Solo quedaron las estructuras que no pudieron llevarse.

En el local del Partido Dominicano en San Francisco de Macorís se alojaron personas sin hogar —supongo que familias muy pobres de los campos— que se acomodaron y repartieron el amplio espacio. Las ventanas eran cubiertas con cartón, hojas de zinc, tablas de palma y todo lo que apareciera para sentirse seguros.

Estas personas fueron conocidas como “los chichiguaos”, como se le llama también a la cigua Madame sagá, por su forma de vida en nidos comunes.

El local era una estructura sólida de dos niveles que garantizaba seguridad a quienes lo ocuparon. Hoy es la sede de la Policía en la provincia Duarte.

No tengo idea de cuándo fueron desalojados, pero en los años 70 ya operaba allí la escuela de Bellas Artes.

Durante los gobiernos de Joaquín Balaguer se iniciaron las viviendas colectivas, algunas de interés social. A estas se les llamó “los multi”, porque alojaban a múltiples familias. Eran edificios de tres y cuatro niveles, que aún pueden verse al entrar a la capital desde el aeropuerto y en distintas zonas de la ciudad.

Como predominaban las viviendas de un solo nivel, el concepto de vivienda económica, sumado al origen de los beneficiarios, estigmatizaba a quienes las habitaban. Solo los amigos del régimen lograban acceder a ellas con relativa facilidad.

En Venezuela, los llamados “Superbloques”, que en principio eran una buena solución, al no recibir mantenimiento, terminaron siendo vistos como viviendas de pobres, y con ello vino el estigma, aunque fueron proyectos bien pensados.

Ahora las cosas han cambiado: somos más urbanos que rurales, y el concepto de vivienda multifamiliar ha sido sustituido por el de torres, con precios inalcanzables y un aura de lujo.

Las torres están por todo el país, y en una de ellas pueden vivir más de 50 familias que, a diferencia de aquella vecindad solidaria con que comenzó la democracia, hoy casi no se relacionan, a menos que alguien con vocación de liderazgo asuma la junta de vecinos.

El desafío no está solo en la forma que toma la vivienda, sino en la cultura de convivencia que construimos dentro de ella. Las relaciones humanas sanas cultivan el sentido de comunidad

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