No nos llamemos a engaños, pues sería renegar de lo que la experiencia, de manera traumática y dolorosa, nos ha enseñado en estos años de democracia con minúsculas.

En el diccionario particular de nuestros políticos, curtidos en la práctica perversa de hacer arreglos por debajo de la mesa y pactar acuerdos en las penumbras de los aposentos, consensuar es sinónimo de repartir.

Y como su pastel favorito, para nuestra desgracia, es el Estado dominicano, sus instituciones y, sobre todo, el Presupuesto Nacional, pregúntese de inmediato qué es lo que quieren que le den a ellos o a su partido cuando hablan de la necesidad de consensuar tal o cual decisión o proyecto de ley.

Por eso es fácil adivinar por dónde anda la cosa cuando desde el Senado de la República se plantea la necesidad de consensuar con las fuerzas políticas con representación en la Cámara Alta para escoger al Defensor del Pueblo y a los miembros de la nueva Cámara de Cuentas, empantanadas porque no se ponen de acuerdo sobre lo que le toca a cada quien en el reparto.

Si ese consenso llegara a producirse, se le estará abriendo las puertas, por enésima ocasión, al odioso y contraproducente reparto, que en esta oportunidad pretende llevar a un político disfrazado de manso cordero como Defensor del Pueblo, lo que prohíbe de manera clara y expresa la ley que lo creó.

También significará borrar de un plumazo las aspiraciones de amplios sectores de la vida nacional que reclaman una Cámara de Cuentas independiente, que no sea el resultado de los tejemanejes de los partidos y sus intereses, para que esté en capacidad de plantarle cara a la rampante corrupción que envilece nuestra vida democrática y degrada nuestras instituciones.

Pero con la que nuestros políticos se sienten tan cómodos, tan en sus aguas, que sin pudor ni disimulo –como estamos viendo ahora– hacen todo lo posible, y hasta lo imposible, para que su matrimonio con la impunidad no se rompa nunca.