Tomás de Aquino permanece en el anonimato hoy día. Habitamos el mundo del heracliteísmo de sorpresivas y revolucionarias innovaciones. En él, ni la substancia de Parménides ni la de Espinoza, tampoco un ser supremo de índole personal, figuran o intervienen, a no ser en el templo de la aturdida conciencia subjetiva.
Quizás por todo eso, las demostraciones filosóficas del Doctor Angélico en lo concerniente a la existencia de Dios dejan incluso a más de un creyente indiferente. A estos, lo decisivo les parece ser la fe en Dios y no su concepción filosófica. Ese énfasis en una fe -sola fide- que excluye todo cuestionamiento crítico fundamentado en la razón humana, es la primera evidencia de que el esfuerzo de Tomás por aunar ambas realidades y no aislarlas entre sí, germina en magros frutos en el presente.
Pero el mundo contemporáneo también le infringe un segundo motivo por el que se le deja de lado. Este segundo motivo de olvido aparece, no entre creyentes judeocristianos, sino en esos otros muchos para los cuales la causalidad -factor común de las cinco pruebas de la existencia de Dios según santo Tomás- es inconsecuente y falaz. Bien lo argumentó David Hume en contra del principio de causalidad: empíricamente no podemos verificar que de la misma causa se siga -siempre- el mismo efecto; y, por vía de consecuencia, el razonamiento deductivo es falaz, pues parte de una generalización abstracta o idea preconcebida, inverificable, a la que como tal no se le puede atribuir ninguna causalidad y menos finalidad.
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¿Acaso no es eso lo que empíricamente denota el `big bang´ original de cada uno de los agujeros negros? El origen de lo natural bien puede terminar siendo simple producto del azar, sin necesidad de recurrir a la hipótesis de Dios en tanto que explicación última de todo.
Así surge una especie de otra ruta, -nada que ver con las cinco vías de Tomás de Aquino. Ella suspende cualquier vínculo de unión con la fe religiosa y enarbola como único árbitro al pensamiento humano, gracias a su rigor metodológico. La cuestión última no es ni tiene que ser Dios, sino el azar, absurdo. No es Logos alguno, sino la sin razón del mecanicismo, del cálculo, de la manipulación, de la publicidad o de la programada inteligencia artificial emancipada, la que corona la perpetuidad de lo absurdo que deviene ser la finita existencia humana.
Una tercera y última explicación del olvido en el que yace santo Tomás de Aquino en el mundo intelectual contemporáneo es de índole ad hominem.
En efecto, asúmase por un instante que existe un primer motor, una última finalidad, una causa eficiente y así sucesivamente. Sin embargo, una, otra o todas esas realidades debidamente demostradas no tienen por qué ser asimiladas con el Dios judeocristiano. Por ejemplo, afirmar que el primer motor es Dios no prueba que aquel objeto sea o pueda ser un sujeto personal, tal y como se aduce y cree en el seno de dicha tradición religiosa. Más aún, nada impide afirmar que el connotado primer motor no sea la energía (que ni se crea ni se destruye) en sus formas y momentos alternos de vida o muerte, de esto o de aquello, pues ella solo se transforma por casualidad, al azar.
En ese contexto de contraargumentación tridimensional a propósito de la existencia de Dios en sentido judeocristiano, ¿Qué concluir?
Si se prescinde del esfuerzo del fraile de la Orden de los Predicadores para probar la existencia de un único ser supremo -reconocible en tanto que es Dios- a partir del conocimiento humano de lo sensible, entonces se abren dos alternativas factibles ante cada sujeto humano, al igual que en su respectiva civilización y régimen de civilidad.
Primera alternativa. Si es creyente, la de la suficiencia de la fe para admitir la existencia presente de Aquél y, por consiguiente, la superficialidad banal del puro raciocinio discursivo de los humanos.
Segunda. Si es eminentemente de raigambre empírica y metódica, Dios es innecesario. No es necesario ni como “hipótesis” de las leyes de la naturaleza (Hawking), ni la fe es capaz de creer en algo más que en sus propios deseos e ilusiones.
En ese horizonte sobresaliente en el que culmina por ahora nuestra civilización, imposible que falten las versiones a propósito de la religión, estéril a la hora de superar los efectos del “opio del pueblo” (Marx) entre las masas empobrecidas; o las fantasías características del “malestar de nuestra civilización” (Freud) pues, “si Dios no existe, entonces todo está permitido” (Dostoyevski) en “la civilización del espectáculo” (Vargas Llosa) o en la que sea que domine tal o por cual ismo´ ideológico. Es por eso que, a mi entender, en cualquier escenario previsible, lo más razonable radica en pesquizar en el legado del Tomás de Aquino. Iniciando por su esfuerzo de aunar los opuestos y sustentar la existencia de todo comenzando por su primer y último aval. Si no hacemos valer la inteligencia humana, en duda quedará siempre, tanto lo que expliquemos objetivamente acerca de lo real, como lo que creamos individual o eclesialmente de lo sobrenatural e irreal. Para no ir más lejos, según Harari, los descubrimientos de los últimos siglos modifican nuestro estilo de vida y hasta nuestra biología, pero no nuestros instintos ni satisface nuestros deseos. La historia nos muestra cómo avanzamos desde los árboles a las cavernas y el fuego, de las canoas a los galeones y así sucesivamente mientras nos acercamos a ser
dioses´, pero ni alcanzamos la utopía ni la felicidad. Más bien permanecemos insatisfechos, infelices, a veces desilusionados, lejos de mejorar. En ocasiones incluso seguimos estáticos y sin avanzar. El Sapiens ni siquiera sabe “en qué desea convertirse” (Harari).
En ese contexto de desafíos e incertidumbres, finalizo recordando cuánta razón tenía ese fraile mendicante revestido de pobreza y humildad de nombre Tomás, al fundamentar cuanto sabemos, hacemos y deseamos en el ser supremo al que a diario significamos. Él nos descubre la verdad según la cual “el secreto de la existencia humana no es solo vivir, sino tener algo por lo que vivir” (Dostoyevski). Sea ese “algo” -o más bien `alguien´, diría yo- la respuesta última a una debatida cuestión que no solo es de índole ontológica (Anselmo de Canterbury, Descartes), sino sobre todo existencial. “La cosa” heidegeriana es y sigue siendo, tanto “to be or not to be”, como logos o absurdo.
En ese contexto de desafíos e incertidumbres, finalizo recordando cuánta razón tenía ese fraile mendicante revestido de pobreza y humildad de nombre Tomás, al fundamentar cuanto sabemos, hacemos y deseamos en el ser supremo al que a diario significamos.