Parte III
Rómulo Betancourt era un convencido de que el marxismo llegaba a convertir en un sectario y fanático a todo aquel que lo aceptara como una religión. Lo admitía, simplemente, como un método de interpretación de los acontecimientos económicos y sociales, no como una teología o un dogma religioso.
Esta concepción era determinante para entender a cabalidad el pensamiento de aquel hombre. Por ejemplo, creía que ese método de análisis de la realidad y la dialéctica que de él se derivaba, usado con inteligencia y libertad, según Liscano, “permitía elaborar la propia crítica, sobre todo a nivel de la práctica política”.
Sin duda el caso más sobresaliente había sido el terrible impacto que en Betancourt produjo la lectura de un texto de Marx y Engels saludando alborozados la guerra emprendida por los Estados Unidos contra México, en los días del presidente Polk, para anexarse Texas.
La reacción de Betancourt fue la de un latinoamericano que veía en esa interpretación, basada en un desconocimiento de las realidades hemisféricas, una falsa y errática concepción de política internacional que otorgaba, de hecho, una Patente de Corso al expansionismo imperialista norteamericano.
Fue precisamente en las lecturas del marxismo, en la profundización del conocimiento del desarrollo de la Revolución Rusa que el joven líder venezolano encontró la senda del desencanto; lo que le permitió alejarse de esa doctrina. Nos lo explica de manera inobjetable en sus escritos, cuando dice: “… para atemperar el entusiasmo hacia lo que se estaba haciendo en Rusia, y aún transformar la simpatía en repudio, comenzó a llegar a América el testimonio de León Trotsky.
Mi vida, su autobiografía escrita en Prinkipo, ejerció una decisiva influencia sobre mí; y definitivamente me substrajo a la tentación de ser un militante sometido a la disciplina vertical, totalitaria, castradora de toda espíritu crítico, del Partido, como los burócratas de la Tercera Internacional llaman su organización.
Así, simplemente, el partido, como quien invoca una deidad terrible, siempre en posesión de la primera y última palabra. Los crímenes del stalinismo descritos por Trotsky, tres décadas antes del famoso XX Congreso del Partido Bolchevique de la U.R.S.S. en el que Kruschev oficializó los espeluznantes relatos, fueron para mí un revulsivo contra el régimen soviético”.
Algunos compañeros suyos desterrados, no asociaban la importancia en aquella época de sus afanosas lecturas de los teóricos del socialismo con el acontecer venezolano y latinoamericano. Un dominicano, sin embargo, Juan Bosch –que sería en 1963 el primer presidente electo democráticamente- reconocía el valor de esas lecturas.
“El joven desterrado creía que sí había relación, buscaba el destino de Venezuela en el vasto mar de las ideas universales”. Betancourt hace mención de esta cita de Bosch, escrita en 1950, época en la que entonces era “muy amigo mío y quien ahora (muchos años más tarde) no lo es, después de haber descubierto su Estrella de Belén en el sanhedrín del Tribunal Russell”.
Betancourt admitía que los libros de Trotsky contribuyeron a su anti-stalinismo, sin llegar a convertirlo en un trotskista. “Era que existía una contradicción evidente entre su condenatoria de los crímenes del régimen staliniano, combinada con la airada denuncia a las violaciones en Rusia de los principios humanísticos del socialismo, y la obligación que se reclamaba a todos los revolucionarios del mundo de cumplir con una prioritaria e inexorable obligación: la de defender la Patria del Proletariado”.
La cuestión, en su complejidad, resultaba simple. Betancourt estaba interesado, por ser venezolano y no ruso, en defender primero los valores democráticos de Venezuela. En segundo lugar estaban los de América Latina y, por último, los del resto del mundo.
No hay lugar a interpretaciones en el sentido de que fue ese conocimiento pleno del curso de la Revolución moscovita lo que distanció a Betancourt, desde muy joven, de las filas de la izquierda extrema. Como muy pocos de su tiempo, entendió a la perfección que tanto Lenin, como Stalin y el propio Trostky no eran en realidad, en la práctica, revolucionarios internacionalistas, sino fervientes nacionalistas rusos.
Trujillo estaba muy lejos de esas inquietudes doctrinarias. Su preocupación única era el poder y él lo ejercía en toda su dimensión. A diferencia de Betancourt, con Trujillo los únicos métodos válidos de interpretación de la realidad, fuera política, social o económica, eran la represión y la intimidación, en cuya aplicación se le reconocía, sobre todo en los círculos de oposición, verdadero virtuosismo.
A su frase de “y seguiré a caballo”, que le había inmortalizado ante sus servidores, podía anteponerse aquella posterior expresión de Betancourt que mejor compendiaba su concepción del poder y la democracia: “Otros tesoros, si los tuviera, pudiera perderlos, por los azares de la tornadiza fortuna. Este tesoro, muy mío y no cotizable en bolsas de valores, de salir del ejercicio de la Presidencia de la República después de haber aportado un tenaz esfuerzo de alfarero para contribuir a la modelación de una Venezuela democrática, es algo que nadie podrá arrebatarme.
No aspiro ni deseo, después que Venezuela me ha dado en dos etapas de su historia la oportunidad de conducir sus destinos, a nada más y a nada menos que ayudar a nuestro país a seguir caminando por la buena vía que trajina. Los más suspicaces y prejuiciados apreciarán cómo hago buenas mis palabras de no ser en el futuro factor activo y beligerante en la vida pública de la nación”.
(*)Texto de la conferencia dictada por el periodista y escritor Miguel Guerrero, el miércoles 20 de octubre en la sala Max Henríquez Ureña de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU).
Rómulo Betancourt admitía que los libros de Trotsky contribuyeron a su anti-stalinismo, sin llegar a convertirlo en
un trotskista