La poesía de Carlos Rodríguez busca borrar los referentes. Se alza en una universalidad del decir lo poético. Pero varía su norte en la medida en que refiere su propia historia, que es la situación angustiada del poeta. En otras palabras, va desde la poesía que busca la pureza y el hermetismo, al discurso que refiere la condición del sujeto poético. Sin embargo, Carlos Rodríguez desdibuja el referente y se configura y pinta como poeta de la ciudad, como ‘flâner’ de calles y parques.
Olvida el pasado poético de donde proviene. Es un poeta que se desenlaza de la dominicanidad y solo ilumina esa otra identidad que es la del ser en la ciudad. Apenas se le conoce en República Dominicana. En 1994 ganó el premio de poesía de la Universidad Pedro Henríquez Ureña con el libro “El Ojo y otras clasificaciones de la magia”. Una edición deplorable no le permite mucha difusión. Luego aparecen sus poemas en revistas académicas. Su hacer poético es también tardío. Alexis Gómez Rosa habla de quien fuera su compañero poeta en la etapa dominicana. Sus escoliastas hablan de sus inicios en la década de los ochenta. Aunque él más bien es un poeta que, por la edad, estaría más cercano a los del setenta y, por sus publicaciones, a los de la década de 1980.
Carlos Rodríguez no conoció la poesía dominicana. Al menos eso parece. O, tal vez, borró toda forma de la tradición de la poesía dominicana. En él es fundamental el vanguardismo, el expresionismo, y cierta cotidianidad. Luego de su primer libro, “El Ojo y otras clasificaciones de la magia”, la Editora Nacional publicó “Lago gaseoso” (1911), que contiene los siguientes cuadernos: Lago gaseoso, El lago de la erótica y El libro de la muerte, que corresponden a su última etapa como creador. En esta edición aparece un epílogo de Alexis Gómez Rosa. Un texto donde el poeta amigo no se anima a entrar en definir la singularidad de la obra de Rodríguez.
En 2005 aparece “El West End bar y otros poemas”, seguido de “Volutas de invierno». El primero está compuesto de sesenta poemas que van de 1980 a 1990. El libro, editado por León Félix Batista, es una invitación a conocer la poesía de Rodríguez. Contiene también un epílogo de su esposa y albacea, Carmen Dorilda Sánchez. Con él podemos entender el itinerario del trabajo del poeta y las ideas que fueron conformando las ediciones de su obra. Para captar la evolución literaria de Rodríguez debería el lector comenzar por la lectura del segundo libro.
Son significativas las observaciones del editor, el poeta León Félix Batista, quien además de contar la vida del autor se sumerge con mucha claridad en su poesía: “Vista su singularidad con respecto a sus coetáneos, nos queda establecer la relación de esta poesía -fuera de centro, excéntrica- con sus pares en un ámbito más extenso, en la posibilidad o imposibilidad de la poesía occidental” (“El West End bar y otros poemas”, pág. 17).
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Y pasa a definir la obra del poeta de Nueva York: “Su frescura proviene, indudablemente, de una ligera filiación vanguardista, lo mismo que el desparpajo y cierta gratuidad de expresiones. No hay profundo hermetismo, mas sí juegos de sintaxis que permiten polisemias y cierta exuberancia semántica con frecuencia frenada y rebajada con incursiones prosaicas (Ibid.). Por su parte, Alexis Gómez Rosa había sentenciado en “Lago gaseoso» que: “A partir de entonces gastamos muchas tardes leyendo a César Vallejo, Antonin Artaud, José Álvarez y paro de contar. Sus lecturas: escasas; su pasión reiterativa. Carlos Rodríguez fue un poeta raro…” (193) Y remata: “Pocas obras de su generación poseen la decencia escritural de su poesía. Hay en sus versos, rumor de lejanía; su decir, aparentemente no tiene contraparte. Si alguna correspondencia debiera establecerse, esta, necesariamente, tendría que ser Nueva York, la ciudad que lo vio crecer como poeta”. (Ibid.) Lo demás es pura anécdota.
Este recorrido nos permite ver las vicisitudes de sus ediciones y los pocos comentarios que existen sobre su obra. Ahora volvamos a la figura del poeta en la ciudad. Para ello regresamos a un estudio sobre el tema “El poeta y la ciudad: Nueva York y los escritores hispanos”, de Dionisio Cañas, Cátedra, 1994. Hay en la poesía de Carlos Rodríguez una manera irracional de ver el mundo y de expresar lo poético. Esto lo lleva a una errancia del sentido, que solo se manifiesta en la cotidianidad del poeta.
Una lectura general de su poesía muestra que tenía una poética muy bien pensada que fue llevándola como para darnos una poesía que desdice la tradición. La forma del verso rompe con la sonoridad, no solo con la rima, sino con todo el armazón sonoro. Ese es un estrato que no trabaja, y del que se distancia el poeta. Está más interesado en la forma en que el verso crea lo nuevo, lo raro. A veces apela a la forma simbólica, a mezclar imágenes, a jugar con el sentido para hallar otro sentido.
El poeta busca encerrar su poesía en una errancia del sentido. Esto es más claro en su primer libro, recogido en “El West End Bar” que, contrario a “Lago gaseoso», reconstruye en mayor medida la figura del poeta, y la cotidianidad que se filtra en una poesía en la que respira la ciudad. Es la mirada, el ojo de un “flâner», un individuo que se mueve por la ciudad. Es importante que Carlos Rodríguez no es clasificable como un actor de la sociedad, más bien es un cronista que se niega a narrar la vida, pero que la recrea en una expresión sentimental y a veces filosófica.
Mientras que en Federico García Lorca hay un poeta ultraísta que deja atrás la tradición de la poesía. Busca la otredad en el paisaje, en las tradiciones clásicas y populares. Lorca es un recién llegado a Nueva York. Quiere ver la ciudad y siente que la urbe no es la suya. La ve como una amenaza para la Naturaleza, para la vida de los agonizantes, como sujetos de la ciudad. Lorca rompe su concepción metafórica y se traslada a una metáfora surrealista. Hay en su poesía cierto expresionismo y ganas de contestar, de denunciar.
Eso no está en Carlos Rodríguez. Él toma el irracionalismo. La ciudad como espacio. Pero la transforma en un hábitat. Busca sus espacios como los parques y los bares. Y no creo que tenga nostalgia de un pasado dominicano. Pensemos en el poema que más claramente lo liga a la isla: “Breve ideario de un isleño”: “Después me zambullí en la cronología del tiempo/ para devolverme/ a esta mañana fría. Ahí parece que concluye una parte esencial/ de mi historia personal y artística, ya que lo que siento ahora/ es un chorro que no puedo conectar con ese que dejé” (en “Volutas de invierno”, en “West End Bar”, 112).
Continuará.