Filósofos, amantes del mito, teólogos, historiadores, científicos, escritores y poetas en especial han dedicado gran parte de su quehacer mental a desentrañar la cadena de eventos que se dan cita de modo integral en cada ser social. Contemplando la tabla periódica de los elementos, nos uniformamos con ropaje de físicos, químicos y de biólogos para mirar en perspectiva de tiempo y lugar la evolución de las sociedades humanas orientales y occidentales, así como las del norte y sur global.
En la etapa superior del desarrollo y entrados ya en el siglo XX se destacan de modo secuencial la Primera y Segunda Guerra Mundial, el conflicto armado en la península de Corea, la Guerra de Vietnam, la violencia armada continua de Medio Oriente, América, Haití, África y Europa.
No fuimos pocos quienes ingenuamente pensamos que la pandemia del coronavirus pondría en reposo al belicismo, a fin de concentrar todos los esfuerzos para combatir la sorpresiva hecatombe sanitaria. Se aviva la llama guerrera entre la Federación Rusa y su antiguo territorio hermano de Ucrania; en África, Sudán se desangra en lucha interna fratricida, en tanto deja ya de ser noticia el relato de que un desalmado provisto de un rifle de largo alcance sesga la vida de escolares, religiosos o clientes ordinarios en tiendas norteamericanas. ¿Qué está sucediendo en el mundo en su conjunto? ¿Acaso es un sueño mítico la paz? ¿Es la guerra una constante en la ecuación existencial? Si quienes abogamos por la armonía entre niños y niñas, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos somos mayoría, entonces ¿Por qué se impone la minoría violenta?
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Preferimos avivar la llama de la discordia en lugar de buscar los intereses comunes que nos unen. Seleccionamos la venganza y rechazamos el perdón. Acusamos a los demás un millón de veces, en tanto que defendemos el derecho ajeno rara vez.
Disfrutamos contemplando la desgracia del prójimo mientras que nos vanagloriamos de los éxitos personales. Olvidamos que la vara que usamos para medir a los otros es la misma que se utilizará para medirnos a nosotros.
¿Cuánto compromiso sincero y verdadero anida en cada Estado o nación a través de su Gobierno de turno cuando firma un acuerdo que le obliga a dedicar los recursos de lugar a fin de reducir los indicadores de la mortalidad materno-infantil? ¿La pobreza, violencia, insalubridad, injusticia, hambre, analfabetismo, desempleo y crímenes horrendos del vecino se resuelven definitivamente con una muralla? ¿Qué nos enseña la historia? ¿Qué dicen los sabios? ¿Qué muestra la vida?
Una miopía social sacude al mundo, nadie quiere ver más allá de sus narices. El autoaislamiento es un absurdo, estamos obligados a intercambiar bienes y servicios. Educar para la paz; hacernos hombres y mujeres integrados, sanos y altamente productivos, siempre dispuestos a compartir las experiencias positivas que nos aporta el diario vivir. La salud y el bienestar de mi vecino es un contagio positivo; un incendio o una explosión en la cercanía debe ponernos en alerta máxima. Hoy por ti, mañana por mí; los males de la humanidad en cualquier momento se tornan en míos, por ende, seamos solidarios.
Las muertes infantiles nacionales son una evidencia irrefutable de la falla del Estado dominicano ante la Organización Mundial de la Salud en su compromiso de reducir la mortalidad infantil.