Una de las acciones más positivas del gobierno del presidente Danilo Medina ha sido la emisión, por parte del ministro Antonio Peña Mirabal, de la Orden Departamental 33-19,que “establece como prioridad el diseño e implementación de la política de género” en el Ministerio de Educación. Esta disposición es concreción de los mandatos que se desprenden de la Constitución, en específico del deber estatal de “promover las condiciones jurídicas y administrativas para que la igualdad sea real y efectiva” y “para prevenir y combatir la discriminación, la marginalidad, la vulnerabilidad y la exclusión” (artículo 39.3), tomando al respecto todas “las medidas necesarias para garantizar la erradicación de las desigualdades y la discriminación de género” (artículo 39.4).
Lamentablemente, esta iniciativa ha sido ferozmente criticada por grupos conservadores -con la participación y el silencio cómplice de una oposición supuestamente liberal y progresista pero que, en verdad, es mayormente conservadora- y por la alta jerarquía católica -progresista solo en lo atinente a la doctrina social de la Iglesia, pero generalmente portaestandarte del prevaleciente conservadurismo cultural católico, que pretende competir en la derechización contemporánea con las corrientes más reaccionarias y politizadas del neopentecostalismo. Llama la atención la inconsistencia de los grupos nacionalistas que no tienen empacho en abrazar la teoría conspirativa global inventada por la “internacional nacional-populista”para combatir una supuesta “ideología de género”, que no es más que la etiqueta bajo la cual atacar un conjunto de políticas (matrimonio igualitario, adopción homosexual, aborto, derechos reproductivos de la mujer y derechos de las personas LGBT, etc.)muy controvertidas, con las que uno puede estar de acuerdo o no, pero a las que no se refiere en nada la indicada resolución administrativa.
La orden 33-19 versa sobre la implementación de una política de género en el Ministerio de Educación, política que es un subsector de las políticas de igualdad que resultan ser constitucionalmente mandatorias en el caso dominicano, políticas que, por demás, están siendo implementadas en el marco de programas de buena gobernanza y responsabilidad social que desarrollan,por su cuenta o en alianza con el Ministerio de la Mujer, empresas privadas, la Administración Pública y hasta el propio Tribunal Constitucional. En este sentido, esta política es clave para prevenir la violencia de género y el abuso de las menores, por solo citar algunos de los males más extendidos y terribles que afectan a las mujeres, niñas y adolescentes dominicanas.
Como católico creo que no debe considerarse una injerencia de la Iglesia en los asuntos mundanos su posición respecto a la Orden. Nada humano le es ajeno a la Iglesia y ella puede perfectamente pronunciarse sobre cualquier materia, pero esos pronunciamientos están destinados a las conciencias de quienes somos creyentes y a quienes, como católicos, reconocemos en la Iglesia una autoridad moral. Pero la autoridad de la ley estatal no puede basarse en obligaciones religiosas. La democracia se basa en la libre discusión. Por tanto, nadie, como bien afirma Gustavo Zagrebelsky, “puede pretender estar en posesión de la verdad” en una democracia que para serlo debe caracterizarse porque reina “el espíritu de tolerancia, discusión y comprensión”.
Aunque muchos ven a la Iglesia católica como expresión de una monolítica unidad teológica, dogmática y eclesiástica, lo cierto es que ella, como bien ha establecido Carl Schmitt, es un «complexio oppositorum», donde conviven posiciones contrapuestas. Por eso, sería interesante y refrescante poder oír en este debate, como contrapeso a las opiniones más conservadoras,las voces autorizadas del feminismo cristiano y católico,para que ellas resalten:(i) la radical inclusión de las mujeres efectuada por Jesús; (ii) su desafío frontal al patriarcado judío; (iii) el hecho singular de que varias mujeres, Maria Magdalena, Juana y Susana, entre otras, estuviesen entre sus discípulos; (iv) la importancia de que el mensaje de la resurrección fuera conocido primero por las mujeres; y (v) que en el cristianismo ya no hay “ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28), siendo San Pablo, para decirlo en las palabras de los fanatizados opositores a la “ideología de género”, una especie de Judith Butler del siglo I, que “canceló la diferencia sexual”, para decirnos que todos somos iguales ante Dios.
Hoy la igualdad de género, para usar las palabras de John Rawls, forma y debe formar parte de un “consenso superpuesto”, de un consenso constitucional, que, aunque admite divergencias en los detalles, no puede ni debe poner en duda que mujeres y hombres son y deben ser iguales en derechos.