Basilio Belliard: otro rostro del autófago (2-2)

Basilio Belliard: otro rostro del autófago (2-2)

En Belliard el sexo apunta hacia el rubor y la fuga: un atisbo de temor. Citamos al poeta cuando escribe dirigiéndose a su ser: «Quédate en tu piel, como el eco de un fantasma repetido» (pág. 81). Así, las zonas erógenas en Belliard tienden a estar recortadas en la profundidad de lo imaginario e incorporal.

Para los estoicos los seres se mueven en dos planos esenciales, de un lado, el ser profundo y real, la fuerza; del otro, el plano de los hechos, que se juegan en la superficie del ser, y que constituyen una multiplicidad sin fin de seres incorporales.

Lo que hay en los cuerpos, en la profundidad de los cuerpos, son mezclas, afirma Gilles Deleuze (1994).

En este libro hay una imagen corporal como efecto de percepción interior: la percepción da cuenta de la existencia aparente o real del ser:

«Un rostro tiritando en la mañana. Una inscripción dorada. Una estatua que se mira en su espejo. Nada vive a mi lado» (op. cit., pág. 43).

Lo fantástico es así inseparable de este texto. El poeta al mirar el mundo, se mira a sí mismo, en un rito de borramiento despojado de su rostro.

Esta deconstrucción de la presencia pasa por la deconstrucción de la conciencia poética, vale decir, por la noción irreductible y derrideana de la huella, tal como aparece en Nietzsche y en Freud.

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Si la huella, archi-fenómeno del cuerpo como inscripción textual, es la memoria poética en Belliard, entonces, su escritura pertenece al movimiento mismo de la significación incorporal, ya sea que se la inscriba o no, bajo una forma u otra en un elemento «sensible» y «espacial» que se llama exterioridad.

Paradójicamente, el poeta, también niega el posible resguardo del ser en el rito gozoso de la carne. Por eso, el cuerpo otro es una sombra y la cáscara del ser. Este podría posiblemente existir solo como efecto de placer y muerte. Como efecto imaginado y residual de una dualidad en crisis.

La pasión por el cuerpo en Belliard modifica el contenido del dualismo sin cambiar su forma. Tiende a psicologizar el «cuerpo-máquina», manteniendo oculta toda influencia. Su puesta en escena es el conjuro mismo de la culpa. Pero, además, la pasión por el cuerpo cambia su afectividad.

El cuerpo-máquina (el cuerpo anatomizado) traduce la falta de simbolización de la carne y aparta al sujeto al considerarlo un valor noble e intocable.

Al hacer esto, lo considera materia pura, en tanto algo real, reificado y dual.

El cuerpo alter ego no cambia nada en la falta de simbolización de que es objeto el cuerpo, es más, da cuenta de esta de otra forma, pero al psicologizar la materia, al hacerla habitable, al agregarle una especie de suplemento de alma o suplemento simbólico, favorece la instauración en el individuo, de un soporte de relación con lo otro.

El cuerpo es la facticidad que reviste al ser humano para situarse en el mundo. Vivimos intentando rebasar la presencia del cuerpo, porque, como dice Sartre (1954), soy mi propio motivo sin ser mi propio fundamento.

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En Belliard, tal es la paradoja: aspira aceptar el cuerpo igualmente escapando de él. El cuerpo es una encarnación del para sí del texto. Es la verdadera substancialidad cuando afirma su indisoluble ligazón con el alma, ya que esta es el cuerpo en tanto que el «para sí» es su propio principio de individuación.

Cuando la conciencia del poeta descubre que tiene un cuerpo, se le manifiesta como una pura contingencia del hecho, se desdobla, se revela su dualidad y, entonces, se experimenta como una náusea.

Poder verse a través de la transparencia pura de la conciencia, como lo hace Belliard, en desnuda crudeza, provoca asco y repugnancia.

Vemos, pues, que este tipo de experiencia es un ver-el mundo, siendo, a su vez, visto. La experiencia originaria más inmediata y pura es la percepción. Percibir entonces es integrarse al mundo, abrirse el camino a un conocimiento de la realidad.

En consecuencia, el rostro en que aparece el otro-absolutamente otro- no niega el mismo, sino, que más bien evidencia su mirada vuelta infinito. La mirada misma es una clara invitación al desasosiego.

Lacan la relaciona a un objeto privilegiado, surgido de alguna escisión primitiva, de alguna automutilación inducida por la mirada del objeto del que depende el deseo, como pulsión escópica y suspensión imaginaria de la vista.

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El ver en Basilio Belliard niega la posibilidad de mirar como encuentro posesivo. En él, el mirar, como instancia incorporal del Otro, es una infraestructura material del deseo: repertorio tatuado de un paisaje polifónico que vibra en cada verso y separa al ser de lo inconsciente, situándolo en alguna parte del mundo, la angustia misma habita la progresión imaginaria del poeta.

El concepto de angustia en el sentido judaico de expiación y libertad. Belliard ofrece múltiples variables de borramientos y fugas por «el rostro», mirándose imaginariamente por el ojo de lugares deseados, prohibidos y secretos.

La relación de libertad con la culpa es la angustia caracterizada por Kierkegaard (op. cit.), como una posibilidad.

No lo opuesto a ese deseo, sino, su realización cabal y plena, la subordinación de un habla que sueña con su plenitud. Entre la finitud del placer que se abre como intuición y goce en lo mirado, y la infinitud, Belliard interpone un canto indefinido, y con ello la amenaza de una búsqueda sin fin.

Troca la estructura de los actos de la esfera vital por lo «imposible creíble», lugar posible de la fuga, del dolor, de la puesta en escena del decorado del placer.

La novedad apunta aquí hacia lo indeterminado, el deseo del deseo (estructura inconsciente del lenguaje), imagen de una ruptura sin fin.

Es digno notarse que el yo nunca se siente asegurado: esa exigencia en que se busca a sí mismo nunca llega a cumplir su redención, pues mientras que el placer goza de una especie de reposo provisional, como se lee aquí, y mientras el deseo sería por excelencia un reposo permanente, el erotismo se mueve en la inquietud.

La experiencia de Belliard es, ciertamente, una experiencia del deseo, pero a su vez se caracteriza por el desdoblamiento, la reflexión, la mancha de ese deseo.

Una tensión, una inquietud inherente a su naturaleza inmediata de poeta, al que sin dudas, parece animar interiormente todo este relato de conciencia. Pero esa tensión se desplaza de la unión del deseo con la cosa deseada, a la relación corporal consigo mismo.

Es la tensión de su reflexión: «Viva la sombra se mira en tu cuerpo. Tu cuerpo encendido en la palabra… Sobre la luz que canta» (op. cit., pág. 51).

No hay percepción ni efluvios del deseo desligados de la carne. Por consiguiente, la carnalidad en Belliard está condicionada por el deseo que se desdobla, se convierte en deseo del deseo, en el deseo de otra conciencia, y finalmente en el deseo de su propia aniquilación, autoconciencia.

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