Luego de la muerte de David de Los Santos Correa, víctima de la violencia consustancial criolla, “el debate” ha sido tan violento como los golpes recibidos en la celda.
De nuevo el desconocimiento de la norma es más que palmario. El rifirrafe es permanente, todos al mismo tiempo exponen, condenan, exculpan.
El palabrerío vence la posibilidad de disentir. Ocurre por doquier, también afecta los foros, los cenáculos del nuevo orden, donde buscan soluciones a los problemas criollos. El alarde se impone, la repetición frente al espejo sin contradictores.
En esos espacios ocurre lo mismo que en la plaza pública. Chatean, aunque estén sentados enfrente o al lado, infaltable el selfi, la “auto foto” como describe la RAE esa egolatría compartida, aceptada por el colectivo.
Comienza la función y adviene el despliegue de sabiduría que, concomitante con la oralidad, irá difundiéndose a través del tuiteo incesante. Antes de que los contertulios valoren las propuestas, los seguidores conocerán lo dicho, sin réplica.
“La lucha de los liberales logró en el país, que después del tiranicidio y del balaguerato, podamos hablar, pero nadie escucha”. Esa afirmación es de José Israel Cuello, está consignada en una entrevista que concediera a este diario- “La izquierda después de mayo”- publicada el 2.07.2002- CIB.
Veinte años después, la situación es más que perniciosa y el trajín impide valorar las consecuencias. Continuamos sin escuchar. Son interminables las opiniones irreflexivas, demandantes, con pretensión de suplantar a la autoridad.
Actúan como si existiera una pausa institucional y la trivialidad engullera a los poderes del estado, a los órganos autónomos que lucen más que cómplices, cautivos de sus concesiones.
La autoridad está contra la pared a expensas del populismo. Las leyes vigentes son ignoradas, despreciadas y no pasa nada. Como si rigiera un periodo especial de incumplimiento, permitido por el poderoso andamiaje fáctico. Es la banalización de la institucionalidad.
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Pedir silencio es más que imposible, la palabra nos define e identifica. Su uso y preservación son indispensables para la convivencia. A pesar del desprecio a la dignidad, al honor, a la intimidad de las personas, más que frecuente entre nosotros, la libertad de expresión es un derecho consagrado en la Constitución de la República Dominicana.
Sin embargo, urge restituir la vigencia de la ley. El ordenamiento jurídico está en receso, vale más el rumor que un código, un dictamen, una sentencia. No se trata de coacción, ni de censura sino de contrarrestar el limbo jurídico que se extiende sin advertencia.
Parece interminable el momento. Como si se tratara de un estado de excepción, las competencias jurisdiccionales son anuladas por la vocinglería.
Un inventario rápido registra: comisionados capaces de ignorar leyes orgánicas, el primer poder del Estado como pasarela y lugar de ratificación, no de discusión, instancias establecidas en la Constitución sencillamente excluidas de la narrativa. Y lo peor es que ninguna voz clama en el desierto. La indiferencia es proporcional a las ventajas que el silencio provee. Cuando la ley es sustituida por el ruido, los cimientos del orden se tambalean y aunque la fantasía perviva, el peligro acecha.