“Uno ve grandes cosas desde el valle. Desde la cumbre solo se ven las pequeñas”, G.K.Chesterton
Profesor-Investigador Pucmm
I. Prólogo. Fue tan atrás como el otoño de 1964 cuando por primera vez estudié un libro singular, único, debido a su originalidad. Me refiero a la obra maestra de David Hume (1711-1776): Tratado de la naturaleza humana, publicada entre 1738-1740. Recuerdo como si fuera hoy la primera batida que el filósofo escocés dio a mi idealismo de mozalbete.
Estaba por aquel entonces en una época de arraigado eufemismo juvenil. Enmarcado por radicales movimientos revolucionarios de índole social y de envergadura histórica, como los acontecidos a partir de enero 1959 y lo insospechable de abril 1965, vivía refugiado en mi habitación intoxicado de ideas y conceptos mal comprendidos en las obras completas de Platón y Aristóteles.
Así las cosas, en mi primer semestre universitario en la América anglosajona de los Estados Unidos, me encontré de sopetón obligado a leer como requisito de un curso de Filo-101 al iconoclasta escocés por excelencia.
¡Ah!, lo tildo de heterodoxo no de manera -dicho en buen dominicano- `medalaganaria´. Hume, en tanto que único pensador digno de acompañar a Platón en la mera cúspide de la originalidad filosófica occidental, de acuerdo al mejor criterio de Alfred Whitehead, contraría el logos del mundo platónico de las ideas platónicas y lo descubre radical y exclusivamente en el mundo sensorial.
En ese tenor, el autor del susodicho Tratado nos permite al mismo tiempo, primero, cuestionar y contradecir una infinidad de opiniones (doxa) de toda índole, pre-juicios (cognitivos), postulados (morales y éticos), así como dogmas y supersticiones (sobrenaturales) que, aunque todos remanentes de antaño, segundo, enmascaran desde el presente ese complejo tejido ideológico que reviste nuestra actualidad histórica.
II. Desenmascarando sombras y sueños dogmáticos. Cuando me refiero a Hume señalo al estudioso y erudito que a mí ya arrugado entender ni siquiera el mismísimo Inmanuel Kant -con sus tres críticas: la de la razón, la de la voluntad práctica y la del juicio, amén de sus abstracciones éticas y la idealización siempre irreal de la paz perpetua- pudo superar con sus antinomias, perdido como estaba en condiciones de posibilidad a priori ajenas a las evidencias, a los hechos y a la historia. Y debo advertirlo, ni Kant pudo superarlo luego de “despertar de su sueño dogmático”, ni G.W.F. Hegel con su Espíritu abstraído en tanto que Absoluto de la historia universal superada (“aufhebung”), de conformidad con la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas de 1830.
Pero, ¿en qué se cifra su inigualable originalidad filosófica, esa que fue digna de desenmascarar las sombras de la mismísima oquedad platónica en el sexto capítulo del diálogo de La República, pero -no se olvide este detalle- sin salir de tal caverna?
Tal y como paso a exponer en este primero de cuatro escritos interdependientes entre sí, Hume nos libera de las cadenas de lo sensorial precisamente, por medio de lo sensible en función de cuatro de sus concepciones fundamentales relativas al conocimiento empírico, la causalidad, la inducción y las pasiones. Su pretensión fue y -añado- sigue siendo que el (re)juego de esas concepciones nos saca de la engreída caverna de la modernidad, ayer, y hoy de la pseudo post modernidad.
(2.1 Empirismo). Hume no es de hoy, sino de un Siglo de las Luces repleto de luminarias enciclopedistas del pensamiento; dicho sea de paso todas ellas, más ilustradas que iluminadas, abogaban a favor de un conocimiento científico objetivo y secular, al tiempo que afanaban en ganar sucesivas batallas a las más diversas supersticiones y dogmatismos.
Hume no gozó del don poético que rescató Federico Nietzsche dos siglos más tarde para escapar de lo que el ingenioso alemán calificó como “la pesadez” del pensamiento moralizante de un Occidente tan esclavizado como decadente debido a la tradición judeocristiana que desemboca en nuestro deicidio (“Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado”). No obstante, fue la concepción del pensador escocés la que -después de siglos especulativos de alto vuelo bizantino y escolástico- devolvió a la filosofía occidental el esplendor y el suelo firme de la experiencia. Y eso así, asentando y derivando todo conocimiento de la respuesta a una sola pregunta pedagógica:
“¿Cómo puede una persona ciega de nacimiento conocer la idea de lo que es rojo?”.
Así se preguntaba Hume a la hora de encauzar junto a pensadores de la incuestionable talla de John Locke y otros el empirismo a su máximo apogeo.
A partir de esa simple cuestión, el empirismo en general y el de Hume, en particular, vuelven a colocar la experiencia sensorial como fundamento exclusivo del conocimiento. Esto así porque, en concordancia con el dictum de santo Tomás de Aquino -de raigambre aristotélica- “Nihil Est In Intellectu Quod Non Prius Fuerit In Sensu”. Como ha de sobrentenderse, queda así cimentada una nueva versión del pensamiento europeo en creciente oposición al racionalismo que triunfaba a comienzos de la modernidad y que incluía a autores como Descartes, Leibniz -e incluso a Spinoza, Fichte, Kant, Hegel, Schelling y Marx- entre otros autores decimonónicos.
En cualquier escenario, el empirismo de Hume se deja resumir en esta frase central de su obra más clásica:
“Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas”.
Las impresiones todas son fruto de la experiencia sensorial. A su lado revolotean las ideas en la imaginación: facultad esta que, si bien es humana, no deja de ser demasiado humana, pues como imaginativa que ella es, es incapaz de crear o de sustentar algo real, materialmente perceptible.
Ahora bien, ¿en qué consiste la interrelación que establecen impresiones e ideas? Respuesta, del vínculo que se establece entre lo percibido y lo que pensamos, es decir, de lo que queda en la mente que lo percibió. Ejemplo, vemos una mariposa e, impresionados por sus alas, colores, forma corporal y movimientos, pensamos lo que acabamos de ver (la mariposa) en tanto que sus rasgos distintivos han quedado impresos en la mente. Debido a esa acción reflexiva, al remirar lo percibido en la mente humana esta queda con un manojo de datos y evidencias expuestas a la imaginación.
Por supuesto, no todo termina siendo copia fiel de lo percibido pues, tan inquieta es dicha imaginación que la copia mental de la mariposa percibida puede terminar siendo lo que es o, bajo el impacto de cualquier quimera, otro haz de impresiones amasijadas independientemente de si son o no reales.
En conclusión, lo decisivo hasta aquí es el giro empirista que Hume da a la herencia aristotélica-tomista. Reconocida solamente la experiencia como cimiento del conocimiento, su novedad queda al descubierto por los zarandeos que le propicia al procedimiento lógico -del deductivo al inductivo- y a la causalidad -que pasa a ser mera asociación de fenómenos perceptibles secuenciados, pero no consecuentes ni necesariamente conexos entre sí. Sobre ambos giros serán considerados en una próxima entrega relativa a David Hume.