Esta tierra ajena

Esta tierra ajena

Ignoro si él advirtió cuando ella lanzó escupitajos a los hombres sin hacer blanco en sus caras frías, y la saliva se deshizo entre los retales del viento. Gritó que estaba embarazada, pero nadie la escuchaba. La subieron en la parte de atrás del camión, mientras farfullaba procacidades y encogía el rostro.

A él, probablemente, le inquietaba aún la discusión que tuvieron a la víspera.

—¡No tenemos ni una cebollita, coño! ¿Vas a esperar a que tengamos que comernos uno al otro o comernos a un vicioso de estos que salen por todas partes en este maldito edificio lleno de roedores y cucarachas?

—¿Vas a comenzar a llorar otra vez, mujer? ¡El patrón no me ha pagado! ¡Tú sabes cómo trabajo! ¿Tú crees que me pagó y me gasté el dinero con un cuero o que me lo metí de perico?

—No sé, tú eres el hombre. ¡Y tú me trajiste para acá!

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Mientras caminaba presuroso, recordó cuando llegó ese día a la factoría: las luces de mercurio se desteñían sobre los fulgores del alba y reflexionaba entonces sobre el arraigo, el sentido de pertenencia a las cosas, los espacios, las gentes, y, con un ramalazo de angustia, pensó entonces en la muerte.

Estaba el guardián en la explanada, algunos trabajadores entraban al edificio. La serenidad de aquellos se le antojó injusta con respecto a su desesperación.

—Dime, hombre. ¿Te botaron de la casa?

—¿Vas a joder conmigo, amigo? Ya quisiera yo irme de ese cuarto hediondo donde nos metió el patrón y librarme también de los pleitos con mi mujer. Dime, ¿está Tito por ahí? A mí solo me queda lanzarme del puente Washington con dos blocks amarrados al pescuezo. Tú conoces mi situación, el patrón fue que me ayudó a venir, aquí estamos mi mujer y yo sin papeles… uff… Y ahora las malditas redadas…

—Bueno, míster, del patrón sé poco, dicen que está organizando otro viaje y, entre nosotros, aquí viene más gente que el diablo. Cuando alguien se violenta, salen los tipos esos que trabajan con él y les meten terror. Ya sabes, aquí no se habla. Él los trae para que trabajen aquí mismo, pero hay que seguir las reglas para no joderse.

—¡Coño, hermano! Tú me conoces, sabes todo lo que trabajo allá atrás, organizando motetes, limpiando. Mírame las manos desbaratadas. ¿Tú crees que yo no sé cuánto pagan a los otros, a los que tienen papeles? Caramba, hermano, hay que ser muy hijo de puta… El mundo está jodido, Dios tiene que hacer llover azufre…

—No se ponga a llorar, hombre.

Tenía el propósito de no moverse de allí hasta ver al patrón —al viejo Tito, el vecino de Los Mina que tantas ilusiones le vendió para viajar a Nueva York—, para que le pagara el salario atrasado, le diera alguna esperanza. Pero desistió de esperar cuando sintió el hambre como cortes de navajitas en el estómago, y las rodillas temblorosas, los labios resecos. Le dijo al guardián, con voz apenas audible, que volvería al día siguiente…

—Y, hermano, si ves a don Tito, dile por lo que estoy pasando.

Caminó con desgano hacia el edificio donde le esperaba la mujer. Era inútil su esfuerzo por parecer común, nativo, arraigado, uno más en la multitud de gente que pululaba alrededor. Temía que alguien advirtiera su miedo, el afanoso latir, el paso impreciso, perdido, el hablar forzado, vacilante, el insalvable acento, aunque entonces solo hablaba en voz alta, a veces gritando, consigo mismo.

Posó la mirada en la pareja que caminaba en sentido contrario, asiendo las manitas de una niña pelirroja que le sacó inocentemente la lengua. Le embargó la calma de sus rostros, pudiera ser el sentido de pertenencia, de sosiego y arraigo que a él le faltaba.

El semáforo está en rojo, el tráfico se detiene y él aprovecha para alejarse. Volverá, tal vez, a la fábrica de don Tito o, al caer la noche, al viejo edificio de la Watson Avenue, donde ya no esperará su mujer.

Lo he visto todo desde esta esquina, frente a la bodega donde antes entró el hombre que parecía fugitivo. Me dirijo al negocio, necesito cigarrillos, pues, aunque no es a mí a quien buscan, llevo tan hondo el trauma de cuando era yo quien corría, que vuelvo a temblar cada vez que presencio una redada.

—¿Dónde estará ahora el hombre? ¿Dónde habrán llevado a la mujer? –pregunta el bodeguero.

—No sé, primo, ¿a dónde puede ir un hombre como él? A la mujer la habrán llevado a un centro de detención, seguro que la deportarán.

Recreo otra vez el instante en que le vi bajar desde la avenida principal, aquel hombre caminando calle abajo, el cigarrillo entre los labios. Ensayaba, acaso, lo que diría a su mujer al llegar al apartamento. Lamentaría no haber visto a don Tito y prometería que volvería más temprano al día siguiente a la fábrica. Ella protestaría otra vez y lloraría, desesperada, culpándolo de su desgracia.

Le aturdía, quizás, pensar en la misma perorata que soltaría ella, su acostumbrada retahíla de quejas, reclamos sin solución: ¡Tendré que salir a cuerear, carajo! ¡Comenzar a robarle a la vieja a la que le limpio a veces la casa! ¡Sí, a la supuesta prima de don Tito! Yo sé, coño, de donde es que son primos… Es lo único que me falta. ¿Para qué carajo me trajiste a este país de mierda…? ¿para qué, Benavides Corporán?

Pobre mujer, pensaría el hombre. Tantas ilusiones que vivieron al momento de salir para Guatemala: montarse en un avión, ver las nubes tan cercanas y bromear con que podían caminar en el aire, cuando se desplazaban por el pasillo de la aeronave. Hacer después la peligrosa travesía hasta México… hasta llegar a los Estados Unidos. Cómo le encara ahora que vendieron su casa, su motoneta, varios animales domésticos e, incluso, sus prendas para reunir el dinero. Y cómo se metieron, una oscura madrugada, en un contenedor cerrado, hacinados, apenas con unos agujeritos para respirar, para que los pasaran por la frontera de Tijuana.

Le parecía verla enloquecer en aquel apartamento desconchado del edificio en la Watson Avenue, donde los llevaron la gente de don Tito, después que pasaron un viacrucis para llegar a Nueva York. Peleas con forajidos y viciosos, frío, hambre, desesperación, eludiendo la migra y, para rematar, el embarazo.

Ignoro si antes de devolverse, el hombre pudo ver a su mujer batallar con los agentes, intentar la huida y luego protestar dentro del camión. De haberla visto, puede que le asaltaran sentimientos encontrados: lanzarse sobre ellos para protegerla y a la criatura que lleva dentro, o tratar de salvarse para no perderlo todo, para no sufrir él también la desgracia. A lo mejor, optó por lo más fácil, encontrar a don Tito, su amigo de infancia de Los Mina, y pedirle ayuda para reencontrar a su mujer, además de su paga atrasada… así fuera una parte de esta. Tendría la cabeza como un torbellino, un vértigo, una hojarasca.

El bodeguero me saca de mis pensamientos.

—¿Usted sabe quienes son esas gentes, primo?

—Esas gentes —exhaló el humo del cigarrillo y las volutas danzan en torno a la balanza— … esas gentes somos todos nosotros los que andamos por esta tierra ajena. La única diferencia es el tiempo y el azar.

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