Europa, cuyo nombre nos llega con la mitología griega y que remite a las correrías amorosas de Zeus y también a la cultura minoica, es un continente en que ha prevalecido una historia de poder, violencia entre pueblos de diversas procedencia, lenguas, religiones y costumbres. Pueblos que han creado, además de las más extraordinarias tecnologías, la literatura que da cuenta del amor, los poemas que exaltan a los héroes; la música que se originan en la figura de Orfeo; las majestuosas catedrales, la racionalidad cartesiana, el mundo religioso, y los intelectuales preocupados por la unificación en una sola lengua y creencia… Sin embargo, en Europa se sigue construyendo el relato de horror de la guerra.
La idea de una Europa-mundo no solamente está dada por teólogos que buscaron crear una religión de un solo dios y que lucharon contra el pluralismo de politeísta a favor de una religión que fuera la única para todos los hombres, como san Agustín, sino que aparece su destino en la cosmografía antigua, en la política de los imperios, en la concepción de un único orbe que, poco a poco, ha ido entendiendo las pluralidades. Pero subyace la idea de una identidad como totalidad, que expulsa la diferencia.
Lo cierto es que como espejo del mundo, Europa nació y sigue siendo diversa. Desde la antigüedad la lucha entre los pueblos insufladas por el deseo de dominio y poder llenar el relato de una historia de guerra, masacres, genocidios, aniquilamientos en masa, que podría ser vista la narrativa del horror de la historia. No de la historia como relato intelectual, sino del recuento de la violencia que, como destino, como presencia y desafío del presente y su lastimero recuerdo.
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En ese relato, los pueblos que no obtuvieron la tecnología de punta quedaron convertidos en esclavos y o sufragáneos del poder de una formación económica y militar que detentaba el dominio de la violencia. Para ello siempre ha sido importante, además del número y las destrezas de los combatientes, la existencia de una arma como deus ex machina, que unía el poder divino al poder militar. Pienso en la espada de Damocles, en la espada de Marte (Jordanes), que decía poseer Atila o en la espada del rey Arturo, en los relatos medievales ingleses.
A esto se unían los grandes estrategas como Aníbal Barca, quien invadió Roma, luego de haber cruzado los Alpes acompañado de varios elefantes. Las estrategia de Julio César en la conquista de las Galias. El arrojo de los guerreros como los de Las Termópilas y la decisión irreductible de no dejarse avasallar o morir, como los de Numancia en la Hispania celtíbera. Otros serán las grandes decisiones como, no arredrarse frente a la grandeza numérica del enemigo ni a la faz de los grandes obstáculos de la naturaleza, como narra Heródoto. Como la construcción del puente sobre el Danubio de Apolodoro de Damasco.
Decenas de pueblos lucharon hasta el exterminio para no dejarse gobernar por reyes extranjeros. Desde el salteador de caminos Viriato el actual Portugal, luego traicionado por los suyos, pero que por su resistencia a la República tuvo Roma que declararlo “Amicus romanae”, amigo de Roma, para luego traicionarlo. Recordará el lector a los de Numancia, a los gracos, a los dacios quienes lucharon contra el imperio romano. Decebal venció a las centurias romanas, hasta que Trajano, el divino emperador, tuvo que ir a someterlo y provocar la huida y muerte de Decebal, para crear frente al Mar Negro, los límites convulsos del imperio […].
Muchos pueblos prefirieron someterse a los designios de los imperios, sin tener que matar y sufrir el horror de la historia. Así nace la diplomacia, las embajadas que ya aparecen en “Ilíada”. Hasta llegar a la idea de que la guerra no es matar al enemigo, sino llegar a un punto en el cual el enemigo acepte tus condiciones.
Los pueblos que rechazan las embajadas frente a sus murallas fueron arrasados, como le sucedió a la arriba citada Numancia o la ciudad de Tebas, en los tiempos de Alejandro Magno. “Carthago delenda est”, no fue solo una petición de rendición sino la convicción imperial de que el enemigo debe recibir una reprimenda de aniquilamiento para disuadir a todos los demás pueblos de no rebelarse contra el poder omnímodo imperial. La violencia de las hordas mongolas se impuso en oriente asiático y trazaron un vector de miles de kilómetros desde las murallas chinas hasta el mar Báltico.
El paso de los mongoles mató millones de personas en miles de kilómetros. Los kanes se creyeron los dueños del mundo. El relato histórico nos habla hoy de la destreza de sus soldados, de sus caballos y de su paralizante violencia de arrasar con todo lo que se encontraban a su paso. Es decir, el uso desmedido de la violencia. Sin que ellos tuvieran otra tecnología para dominar. No tenían la espada milagrosa, ni un arma de dios que dominara en el campo de batalla.
La historia de la violencia en el continente europeo se puede visualizar en distintos vectores que presentan la idea de desplazamientos, unidades dentro de la diversidad, centros y fronteras. A los pueblos del mar y el dominio del Mediterráneo, surgen los pueblos que conquistan Constantinopla y de allí llegan a los Balcanes. Una de las zonas de mayor violencia por ser fronteriza entre distintos imperios y cruces: los pueblos de la estepa, los pueblos griegos, los persas y los segurcitas y luego los pueblos del Islam, se cruzan y forma allí fronteras culturales, lingüísticas y de poder.
La historia de germanos y francos domina una Edad Media que da cierta unidad a Europa que, dentro de su diversidad lingüística y ética, encuentra unida en la religión asumida por el Sacro Imperio Franco-germánico. Los pueblos débiles buscaron asociarse a un poder grande que los cuidara, a pesar del vasallaje, frente al horror del otro. Entonces una supra unidad religiosa y militar acompañó la idea de un mundo que se vio llamado a la paz. Palabra poco creída en una historia de lucha y destrucción. Palabra que a veces es irónica e incierta. Como la idea de que hay que alcanzar la paz a través de la guerra: la muerte y la destrucción.
En su libro “El mito del eterno retorno” (2011) el historiador de las religiones, el rumano Mircea Eliade, deja casi inconcluso un apartado. Pretende contestar cómo sufren los pueblos arcaicos y los actuales el horror de la historia. Y se contesta que los pueblos arcaicos vieron esa fuerza demoledora como parte de un destino, como un castigo divino. Algo que ya estaba dado en el nacimiento de individuos o pueblos.
En los pueblos tracios ya existía la noción de que los guerreros convertidos en héroes podían tener una vida eterna y dichosa. Por lo que el sujeto, empinado en la lucha contra la adversidad del otro, podría tener una vida bienaventurada en la eternidad. O igualarse con los dioses. Más para nosotros que vivimos hoy el horror de la historia en las guerras, la idea de una atómica como arma más poderosa que la espada del dios de la Guerra que pretendía tener Atila y que los nórdicos dan al rey Arturo, ¿cómo podemos vivir el horror de la guerra cuando un dios tutelar ya no nos consuela? ¿O sufrirla en los tiempos de la muerte de Dios, o más bien, de la idea de Dios?