Durante las tres últimas décadas, la televisión mundial se ha visto iluminada por una extraordinaria comedia de situación: Los Simpson. Su importancia nos la confirma no la enorme audiencia que ha logrado sino el sólido pensamiento que nos aporta. La televisión (particularmente la estadounidense) rara vez ha abordado una temática de crítica corrosiva como lo hace el programa que nos ocupa. Sin embargo, con este logró calar profundamente no solo en la sociedad anglosajona, sino en la del mundo entero. Su don más importante radica, precisamente, en la universalidad de los temas que aborda, porque el color local al que quizás en un principio pretendió, se vio trascendido por la fuerza de su espíritu.
¿Es Los Simpson, entonces, la obra que mejor define la futilidad de nuestro tiempo, dominado por la televisión y, hoy día, por la Internet y sus antifaces? En conjunto, por lo que algunos han denominado “sociedad del espectáculo”. La degradación cultural es tal, que una afirmación no suena descabellada.
A lo largo de la serie se procura, y casi siempre se logra, una crítica ácida sobre el “american way of life”, pero casi siempre va más allá, porque su crítica no se queda en el entorno estadounidense, invocando al cliché, sino que profundiza en los antivalores y en una serie de vicios que le son comunes al hombre en general. Los grandes escritores de comedias ya nos habían expuesto muchos de ellos, si no todos.
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De esta manera, ver la serie como una simple crítica a la sociedad estadounidense es quedarse solamente en la superficie del problema humano que a diario plantea Los Simpson. El egoísmo, la envidia, la gula, la lujuria, la pereza, la soberbia son los temas que obran a favor de la acción y que desnudan a cada momento al espectador. Allí su exitosa visión.
Matt Groening, su autor, es indudablemente un perspicaz conocedor del alma humana y de sus debilidades. En la serie no hay otra pretensión más que la de reírse de sí mismo y de sus congéneres, pues muchos, somos Homero, otras Bart, otras Marge, otras Burns, otros Krusty, personajes todos conocidos por los Aristófanes, Ben Jonson, Moliére y Gogol.
¿Ha logrado una caricatura de televisión suplantar a los prolijos tratados sobre la historia de la civilización como los Spengler y Toynbee o a los grandes escritores de ficción como Balzac o Kakfa para darnos una explicación razonable sobre nuestro mundo? Una afirmación, otra vez, nos pone ante la realidad de la cultura de nuestro tiempo, y nos confirma, por otro lado, lo acertada que estaba la elucubración de Cervantes sobre los medios de comunicación de masas y sus efectos.
En ese contexto, gracias a la televisión, Homero Simpson ha sufrido la misma transformación siniestra de don Quijote. A partir del medio, ambos personajes se elaboraron en cuerpo y alma un mundo perfectamente sólido y lógico, solamente risible para quienes desde afuera creían juzgarlo sin percatarse de que también forman parte de él. De esta manera, tanto Los Simpson como el Quijote nos ilustran la extraordinaria simbiosis que se establece entre el medio masivo y su receptor y el tremendo poder psicológico y social que esto comporta.
Así como don Quijote fue presa del libro de caballería, Homero Simpson lo es de la televisión comercial. En el mundo de aquel, por ejemplo, el dinero no existe, porque ni Amadís ni a Esplandiàn les es necesario. Su estructura mental fue construida a partir de un universo idealizado que cobró en él verdad incontestable. Asimismo, Homero Simpson ha sido ensamblado bajo las premisas de los superhéroes, de los seriales, de las noticias sensacionalistas y de la publicidad, otra verdad irrebatible que demuestra el ascendente de los medios de comunicación sobre su objeto, entonces y hoy.
Tomemos como ejemplo a Homero, quien es el compendio de sandez, la pereza, la gula y la envidia. Al desmenuzar cualesquiera de estos asuntos a través él, al mismo tiempo se va conformando un personaje que encarna la más siniestra mediocridad de la que de otra forma nos pusieron al tanto Musil e Ingenieros.
Pese a que, en las primeras definiciones de pereza, los escolásticos nos acercaban más al entendimiento de una enfermedad del alma y que hoy la siquiatría trata como depresión, lo cierto es que la posteridad condenó solo algunos rasgos de ella. Son aquellos que tienen que ver con la falta de voluntad y actitud hacia el trabajo.
No creo descabellado el parentesco, porque la base temática de Los Simpson reside precisamente en la naturaleza de los pecados capitales que en su esencia tratan de la ética y de la moral. En este sentido, es importante destacar este hallazgo de universalidad en la serie. Es por esto que ella nos alcanza a todos, occidentales o no; creyentes o no. Por otra parte, estos temas son utilizados, además, para describirnos a los más importantes caracteres, con lo cual logran robutez a medida que se suceden las temporadas.
Atenidos desde el punto de vista de Homero, ciertamente, tenemos que detenernos a meditar largamente sobre estos “pecados” que afectan la vida ética y moral del entorno natural y social de la familia Simpson. Los escritores les dan cuerpo y alma a sus personajes al desvelarnos los efectos de estos vicios, elevando el discurso audiovisual a los imperativos planteados por la alta comedia.
De esta misma manera, la avaricia y la soberbia las encarna el todopoderoso Montgomery Burns, santo y seña del capitalismo salvaje. Hombre siniestro y perenne, aun siendo caricaturizado, muchas veces se nos muestra un interior inmensamente solitario. Insensible y lleno de maldad, trasciende al remedo mientras parodia a Charles F. Kane en todo su vasto infortunio. Sin embargo, el señor Burns no solo es la personificación de la codicia capitalista, sino un personaje de pleno derecho por cuanto vive momentos de angustia, o acaso de desesperación existencial, como resultado directo de sus inquebrantables maquinaciones capitalistas.
Monty Burns es el gran millonario, el hombre que dispone desde su mansión o desde su oficina en la planta nuclear, de todo cuanto ha de suceder en Springfield. Con este personaje, Groening traslada su visión del ámbito familiar (dominado por la inanidad) y del comunitario (regido por la corrupción) al siempre intangible mundo corporativo en donde reina la ley de la selva, en donde el pez gordo se come al más chico… y pese a la fragilidad de este vampiro, la fortaleza de Burns es tal que incluso ha pretendido apagar el sol. Burns está obviamente inspirado en la obra de Orson Wells.
Estos vicios suelen adornar a algunos otros caracteres secundarios de la serie, como al jefe Górgory o Moe Szyslak. Aunque todos sus personajes, de una u otra manera, sufren constantes patologías morales o sociales, tales como la hipocresía, el engaño, la corrupción, el bullying, la idiotez, la ignorancia, la delicuencia. Todos los individuos de Los Simpson cojean de alguna pata, salvo Lisa y su hermana menor Maggie. Ambas rememoran personajes del teatro contemporáneo.
Con ello, ¿la serie pretende una lección moral? Lo cierto es que nos enrostra con una verdad también aciaga: los hilos de la sociedad son manejados por poderosos sin escrúpulos, sensibleros en su vacía intimidad. Avaros, soberbios. Generadores y colectores de los frutos de la sociedad posmoderna. Todos conocemos a esa gente, muchas veces la somos también.