Gasto en salud
La corrupción, patología persistente del poder
Por eso lo ocurrido alrededor de SeNaSa debe sacudirnos las entrañas

Senasa
La mayoría de los casos de corrupción en nuestro país se tratan como tormentas pasajeras, un escándalo más en la rotación de titulares. Sin embargo, hay otros que se sienten en la vida diaria, en la ansiedad concreta de quien depende de un sistema que debería protegerle.
Cuando la corrupción toca la salud, deja de ser un concepto abstracto y se transforma en una forma de violencia silenciosa, que no grita, que no siempre se ve, pero que empuja a miles de personas a una intemperie forzada.
En República Dominicana, esa experiencia es conocida. Se manifiesta en medicamentos que no aparecen, en autorizaciones que se dilatan, en coberturas que disminuyen o se llenan de trabas, en familias obligadas a hacer cálculos imposibles como elegir entre tratar al pariente o comer.
Por eso lo ocurrido alrededor de SeNaSa debe sacudirnos las entrañas, porque, para muchísimas personas representa el último dique frente a la vulnerabilidad. Debilitarlo resiente la confianza básica en lo público.
Este es un caso que debe abordarse sin sesgos partidarios y con disciplina ética. Hay investigaciones en curso, imputaciones que deberán probarse y un debido proceso que respetar. Esa cautela es indispensable. Pero cautela no es indiferencia. Ni mucho menos, silencio.
Lo que más importa aquí no es solo quién hizo qué, sino qué ocurre con una democracia cuando la corrupción se instala en los servicios que sostienen la vida.
Y es que la corrupción no es únicamente un delito económico. Es, sobre todo, un fenómeno político y social. Erosiona la idea misma de lo común. Desgasta la noción de que las instituciones existen para servir.
Cuando se normaliza, convierte a la ciudadanía en espectadora cansada y vacía de sentido la experiencia democrática. No es casual que cada vez menos personas confíen o participen en las elecciones, es que la esperanza también se corroe
En el ámbito de la salud, esa corrosión resulta particularmente cruel ya que opera sobre una asimetría radical. Quien está enfermo no negocia. Quien cuida a una persona mayor no puede esperar “a que todo se aclare”. Quien depende de un tratamiento no tiene margen para la paciencia institucional.
Por eso, más que un desorden administrativo, la corrupción sanitaria es una forma de exclusión violenta.
A menudo se intenta justificar lo injustificable refugiándose en tecnicismos. Se confunde lo legal con lo legítimo. Se invocan marcos especiales, excepciones, zonas grises. Pero una democracia saludable no se mide solo por la existencia de normas, sino por su capacidad de producir confianza y justicia material.
Cuando las reglas se vuelven incomprensibles para la gente común, cuando parecen diseñadas para proteger al sistema y no a las personas, algo esencial se resquebraja.
El problema, además, no es aislado. No estamos frente a una anomalía individual, sino ante un patrón que se repite: grandes flujos de recursos, múltiples intermediaciones, controles débiles, fiscalización tardía, conflictos de interés tratados como formalidades y denunciantes que pagan un precio demasiado alto por hablar. Nada de esto tiene color partidario. Es una falla estructural que atraviesa gobiernos, discursos y épocas.
Si de verdad queremos reducir la corrupción, y no solo indignarnos cuando queda expuesta, hay que ir más allá del castigo puntual. Se necesita trazabilidad real del gasto, controles efectivos de conflictos de interés, reglas claras incluso en regímenes especiales, protección seria a denunciantes y equipos técnicos, y un compromiso auténtico con la reparación del daño. Recuperar recursos, sí, pero también restituir derechos y confianza.
La corrupción golpea sin piedad al pueblo porque funciona como un impuesto informal que nadie elige y todo el mundo paga. Se paga en tiempo, en salud, en dignidad. Se paga, sobre todo, con la resignación. Y ese es el límite que no deberíamos cruzar nunca: aceptar que la suerte sustituya a la justicia.
Hablar hoy de SeNaSa no es hablar de un caso más de corrupción, no. Exige, más bien, preguntarnos qué tipo de país creemos merecer y, sobre todo, cuál estamos realmente dispuestos a defender.
Cuando lo público deja de ser amparo y garantía y se convierte en botín, no solo fallan las instituciones, sino que se pierde la idea misma de la democracia como promesa compartida. Y esa pérdida no se repara fácilmente.