Hace poco un entrañable colega, militante indomable de sueños torcidos por una realidad asfixiante, amén de músico y escritor con un gran etcétera de virtudes sociales y filosóficas, resumía buena parte de mis intenciones en el autoimpuesto oficio de columnista semanal de este prestigioso diario matutino. Decía el hermano en una breve nota diseñada en su estilo peculiar lo siguiente: “Creo, con poco temor a equivocarme, Sergei, que tus esfuerzos por alertarnos y educarnos son fútiles; la humanidad se empeña, enloquecida y ciega, en lograr su autodestrucción. Pero admiro tu empeño en perseguir la liebre, aún a sabiendas de que la carrera no tiene fin…”
Puesto que nada humano me es ajeno, como diría Terencio, moriría asfixiado si no exhalara el aire retenido inconscientemente luego de meditar tan enjundiosa reflexión de mi aquilatado compañero.
Otros lectores con voces y estilos diferentes suelen dejar caer periódicamente valiosas opiniones que sopeso en su justa dimensión. Todos y todas anidan sus razones y juntos contribuyen a dibujar con sus pinceles mi pequeña alma variopinta.
De modo significativo ellos tal vez sin proponérselo participan en el moldeamiento progresivo de la cosmovisión de este imperfecto transcriptor de ideas heredadas.
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Culpo a mis eternos maestros por la tozudez lineal positivista que me han permitido ubicarme en el infinito Cosmos circundante. Heráclito ha sido parte de mi hechura; Sócrates con su “Ni yo sé que nada sé”; Shakespeare con el “Ser o no Ser”. Más que al dramaturgo británico, acuso a su contemporáneo español, curiosamente ido de este mundo en una misma fecha, hablo de mi eterno referente Miguel de Cervantes Saavedra cuya obra inmortal El Quijote de la Mancha releo de manera cotidiana.
Dando un salto de circo en tiempo y espacio pongo mi dedo señalador sobre el rostro de José Martí, de Eugenio María de Hostos y de Juan Bosch que me hizo beber el vino que ellos elaboraron al punto de embriagar mi pensamiento de Homo sapiens.
A todos ellos y a muchos otros que la ingratitud de mi golpeada memoria y la brevedad del texto obliga a silenciar debo el formato de mi inteligencia artificial.
Es mucha y grande la culpabilidad que le asigno a miles de personas difuntas que me han permitido hurgar en sus cadáveres para desentrañar las razones científicas de sus sorpresivas partidas sin retorno posible.
Son esos fallecidos quienes me han encomendado la pesada pero honrosa tarea de desmentir la falacia oportunista de inescrupulosos emisarios interesados en confundir la opinión pública con el bálsamo de la mentira.
El eterno culpable de mi incómoda costumbre la tiene el Cristo bíblico que marcó mi ruta cuando ordenó: “Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libre”. Abraham Lincoln no queda exento, puesto que dejó escrito: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”.
“Yo no voy a morir en la mentira”, lapidaria expresión de Juan Bosch Gaviño la cual acuño y asumo sin miedo, ni sensación alguna de arrepentimiento. La verdad es la infalible cura para los males endémicos de la soñada patria de Juan Pablo Duarte. Por ella vale la pena “Perseguir la liebre” mi entrañable hermano.