Caso Stephora
La desigualdad de las vidas
Stephora Anne-Mircie Joseph, fallecida el pasado 14 de noviembre mientras participaba en una excursión que celebraba su mérito escolar y terminó en tragedia al ahogarse en una piscina

Stephora Anne-Mircie Joseph
La vieron en su lucha por sobrevivir, y nadie hizo nada. Así fue el agobiante destino de Stephora Anne-Mircie Joseph, fallecida el pasado 14 de noviembre mientras participaba en una excursión que celebraba su mérito escolar y terminó en tragedia al ahogarse en una piscina. Luego de 25 días del hecho, el Ministerio Público restableció sus últimos momentos de vida: “La menor de edad realizó un gesto de desesperación, luchando por tomar aire, por mantenerse a flote, por sobrevivir”. Cinco niños a su alrededor la observaban pedir ayuda sin socorrerla ni buscar asistencia. Su cuerpo permaneció 30 minutos en el fondo de la piscina. El desamparo la siguió después de muerta: los responsables del centro educativo declinaron llamar al 911, y desestimaron a su madre al ocultarle el estado real de la situación y al hacerla esperar más de cuatro horas para solo anunciarle de recuperar el cuerpo inerte de su única hija.
Tras este hecho, la opinión pública se consternó ante el posible encubrimiento de potenciales responsables del acomodado recinto escolar y el trato injusto a los “sin nombre”. Si este proceso recuerda cuan desiguales somos socialmente en la muerte, ¿qué hay de la relación desigual a la vida en este país? ¿De qué dependen nuestras esperanzas de vida y chances a ser tratados en dignidad?
La desigualdad social es determinante en la propensión a tener mayor o menor esperanza de vida. Más allá de limitarse a pensar en términos de duración (edad), el sociólogo Didier Fassin sugiere también de comprender cómo la desigualdad impacta en la calidad y tipo de vida que tengamos. Cabe entonces preguntarse: ¿De los 80 niños y niñas presentes en el paseo, que hacían de Stephora una persona proclive a las circunstancias que dieron su muerte? Las causas sociales no están necesariamente donde se manifiesta un hecho. Hasta la “negligencia” y la indiferencia son socialmente determinadas.
Vivimos en una república donde nuestra suerte es distinta según seamos ricos o pobres, hombres o mujeres, tengamos ciertos diplomas, “enganches” y/o apellidos. Sin embargo, en una sociedad poscolonial como la nuestra, el color de la piel y el origen étnico pueden ser tan, y a veces más, decisivos que las dimensiones anteriores. En ese orden, el origen haitiano de Stephora no es un detalle en el curso que tomó su vida. Antes del fatídico hecho, ya la niña vivía en situación de vulnerabilidad. Su madre, Loveli Raphaël, rememora las humillaciones de parte de los compañeros del colegio: “Yo puse a mi hija en modelaje para que ella tuviera confianza, porque ella decía que se quería cambiar el color de la piel, porque los niños le decían tú eres una maldita negra, maldita haitiana”. La violencia de estos insultos recuerda que la “inocencia” infantil puede ser cruda y violenta. Pero para entender lo que la inocencia hace, es importante comprender lo que la fomenta socialmente.
El racismo es una arma decisiva y estructurante de las trayectorias de vida en nuestro país. El colorismo es su expresión más común. Más una persona es oscura, tiene el pelo crespo y rasgos faciales afrodescendientes, menos importante es su valor en la sociedad y su trayectoria está más expuesta a obstáculos, indiferencias y exclusiones sociales. El colorismo no solo se expresa cuando un blanco insulta o discrimina a un negro. Un dominicano de piel oscura puede injuriar a otro de “maldito moreno” o “maldito haitiano” como forma de diferenciarse mediante la denigración, siendo el calificativo “haitiano” el más despreciable de todos. Ya el historiador Richard Turits revelaba cómo, al instituirse la cédula de identidad en 1932, los cibaeños se clasificaban como “Blanco Indio, Indio claro, Indio oscuro, Mulato, Mulato colorado y Moreno”, obviando la categoría “negros” por estar asociada a los haitianos. Si esta jerarquía ya no existe legalmente, persiste socialmente ejerciéndose como una realidad cruelmente eficaz, incluso en el mundo infantil. Los niños aprenden a identificarse y a distinguirse, a crear círculos de amistad y a diferenciarse de los demás, a tener más o menos sensibilidad con el otro, según criterios que provienen del entorno familiar y escolar, como de la sociedad en la que crecen. Y no es de sorprenderse que en un contexto donde el anti-haitianismo ha sido exacerbado desde la llegada de Luis Abinader al poder, las expresiones de rechazo y de odio hacia a Stephora Joseph cobran todo su sentido.
El trato desigual que sufrió Stephora en vida como en muerte es un síntoma de la fragilidad de la existencia que se vive a escala nacional. El Estado dominicano nos ha habituado, casi hasta anestesiarnos, a un escenario donde las calles son salones de clase de maltratos, insultos, robos, abusos, detenciones arbitrarias, prisiones, violaciones, extorsiones y crímenes en contra de la comunidad de origen haitiano. Esto no solo alimenta el racismo más abierto de grupos extremistas o influencers. Lo preocupante es que el racismo haya calado de la manera más sutil en las entrañas de la niñez, de donde no es imposible, pero sí es difícil de hacer retroceder. Ahí está el nefasto legado de los gobernantes de hoy: en crear un proyecto de nación que normaliza una jerarquía de la vida humana entre los hombres y mujeres del mañana.
Si es loable esperanzar que la conmoción colectiva suscitada tras la muerte de la niña haitiana sea un paso para derribar las barreras de la desigualdad y la segregación en el país, cabe reflexionar sobre los motivos de este dolor común. Como señalara recientemente Elisabeth de Puig, la indignación colectiva habría surgido “no porque la niña fuera extranjera, sino porque era una niña. Las madres y padres del país se reconocieron en el espejo del bullying: la burla repetida, la crueldad infantil, el adulto que mira hacia otro lado. Por primera vez en mucho tiempo, la frontera desapareció y emergió un miedo compartido: el miedo a perder un hijo”. Todo pasa como si la muerte de Stephora se convirtió en problema pues sobrepasaba las fronteras etnoraciales. Es decir, la conmoción fue generalizada en la medida en que este suceso pudo afectar a cualquiera. ¿Será entonces impensable tener alguna afinidad con la comunidad haitiana capaz de consternarnos ante el mínimo abuso contra ésta? ¿A qué punto ha llegado la deshumanización anti-haitiana para no alborotarse ante los múltiples Stephora que pasan semanalmente en este país – si el mismo día de la muerte de la estudiante en Santiago, fallecía un recién nacido haitiano en el Centro Haina? ¿Será que nuestra sensibilidad se limita a un cuestionable “estatus legal” de seres humanos?
Stephora es el símbolo de una sociedad que estratifica la vida como la muerte. Es la falsedad de una opinión pública que se consterna ante estos siniestros hechos mientras propiciaba los elementos que darían lugar al tipo de vida desvalorizada que tuvo Stephora antes de su muerte. Es el moralismo de distintos medios, comunicadores y miembros de partidos políticos que se indignan ante este “homicidio involuntario” mientras han sido promotores de la violencia contra la comunidad de origen de la joven estudiante. Es el doble estándar de un gobierno que luego del suceso de Stephora implementa un protocolo para preservar la vida en las excursiones escolares, pero deja intactos los protocolos migratorios que propician la muerte y atentan contra el derecho de esta comunidad a vivir con derechos y en paz.
Mientras menos reflexionemos sobre las razones sociales que crearon la posibilidad para que sucediera la irreparable muerte de Stephora, más chances damos de tener otros destinos como éste. Ahí yace la insoportable ley de conservación de la violencia. En ese racismo y menosprecio social que incorporamos en lo más profundo de nuestro ser, reproduciendo un trato diferenciado e injusto hacia el otro estigmatizado de la manera más espontánea y normalizada que ya ni se ve ni cuestiona, pero que sigue existiendo como la “más tangible, real y brutal de las realidades”.
Hasta en sus últimos instantes, Stephora luchó por sobrevivir. Sin proponérselo, nos alertó a revertir la inercia de una sociedad profundamente injusta y violenta. Fue una estudiante sobresaliente, dinámica, solidaria, apasionada de los idiomas, la pintura, la cocina, el fútbol y el buen vivir. Todo lo que cualquier niña puede tener. Pero su vida era distinta a la mayoría. Venía cargada de rechazos y desventajas. A Stephora le tocó crecer en una sociedad que no le otorgaba un trato igualitario ni dejaba hacerla sentir suya. Su grandeza fue trascender esa tormenta de desprecios, burlas y obstáculos que le impuso la vida y que solo la muerte detuvo. Su belleza fue ofrecer humanidad a una sociedad que parece cada día ser más insensible a la degradación de la vida. Su manifiesto así lo testifica: “No necesitamos compararnos con otras personas, porque tal como somos, somos preciosas, bellas y hermosas, porque Dios nos creó así. Espero que este día sea el día más feliz, el día más hermoso de ustedes porque se merecen la alegría en toda su vida”.