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La imaginación trascendente como fundamento del conocer
Cuando Kant habla de la imaginación trascendental, se refiere a una facultad fundamental y, en gran medida, oculta, que actúa como condición previa de todo conocimiento posible.

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Afirmar que la imaginación es la fuente de todo conocimiento puede parecer, en una primera lectura, una exageración o una provocación intelectual. La tradición filosófica occidental ha tendido a situar el conocimiento bajo el dominio exclusivo de la razón, relegando la imaginación a un espacio secundario, asociado al arte, a la ficción o incluso al error. Sin embargo, un examen más riguroso de la experiencia cognitiva revela que no hay conocimiento posible sin una actividad previa de configuración imaginativa. Antes de que el entendimiento conceptualice, la imaginación ya ha operado, organizando lo dado y haciéndolo accesible a la conciencia.
Esta premisa encuentra uno de sus fundamentos más sólidos en la filosofía trascendental de Immanuel Kant. En la Crítica de la razón pura, Kant demuestra que el conocimiento humano no surge de una recepción pasiva de datos sensibles ni de una razón autosuficiente, sino de la interacción entre sensibilidad y entendimiento. No obstante, esta interacción no es inmediata. Entre ambas facultades se sitúa una tercera instancia decisiva: la imaginación trascendental (Kant, 1781/1998).
Cuando Kant habla de la imaginación trascendental, se refiere a una facultad fundamental y, en gran medida, oculta, que actúa como condición previa de todo conocimiento posible. En el mismo texto, la describe como un arte profundo, casi invisible, arraigado en las capas más hondas de la mente humana. No se trata de una imaginación empírica ni meramente creativa, sino de una función originaria que hace posible la experiencia misma. La imaginación trascendental es la instancia que funda la objetividad de los objetos en la subjetividad del sujeto, sin remitirla a un orden trascendente externo o ajeno al ser humano. Gracias a su acción sintética, el mundo se presenta como experiencia coherente y significativa. En este sentido, no acompaña al conocimiento: lo hace posible. Es la condición que preestructura nuestra relación con lo real y que sostiene, desde dentro, la forma misma en que el mundo puede aparecer ante la conciencia.
La imaginación, en este contexto, es una facultad estructural del conocer. Su tarea consiste en sintetizar ‘el múltiple de la intuición’ sensible bajo la unidad de las categorías del entendimiento, haciendo posible la experiencia como tal. La expresión “el múltiple de la intuición” en la filosofía de Kant, se refiere a que esa intuición no llega a la conciencia como algo ya unificado, sino como una pluralidad de datos dispersos. Kant afirma que los conceptos sin intuiciones son vacíos y las intuiciones sin conceptos son ciegas (Kant, 1781/1998).
El lugar específico donde esta mediación se vuelve inteligible es la doctrina del “esquematismo trascendental” de Kant: regla de procedimiento que produce la imaginación para universalizar una experiencia y aplicarla a fenómenos específicos. De este modo, el tiempo se convierte en la forma interna que articula toda posibilidad de conocimiento humano. La imaginación no solo acompaña al tiempo: lo configura como condición viva del conocer. Este planteamiento desmantela la idea de que la imaginación sea una facultad subjetiva carente de rigor. Por el contrario, en Kant, la imaginación trascendental opera con una legalidad interna que garantiza la objetividad del conocimiento posible. No produce contenidos arbitrarios, sino las condiciones formales que hacen que algo pueda ser conocido.
La relevancia de la imaginación se amplía aún más en la Crítica del juicio, donde Kant aborda la experiencia estética. En el juicio de gusto, la imaginación ya no está subordinada a conceptos determinados, sino que entra en un libre juego con el entendimiento, produciendo una forma de universalidad sin concepto (Kant, 1790/2007). Este estado no genera conocimiento científico, pero sí una comprensión profunda del mundo, una armonía sentida entre el sujeto y lo real. Aquí emerge con mayor claridad la imaginación trascendente: una facultad que no se limita a reproducir lo dado, sino que abre horizontes de sentido, permitiendo pensar más allá de lo inmediatamente conceptualizable. La imaginación estética no viola la racionalidad, pero la expande, mostrándonos que existen formas legítimas de comprensión que no se reducen al juicio lógico.
Frente a esta concepción, persiste un contraargumento clásico: si la imaginación ocupa un lugar central en el conocimiento, ¿no se pone en riesgo la objetividad?, ¿no se abre la puerta al relativismo o a la ilusión? Esta objeción parte de una identificación errónea entre imaginación trascendental y fantasía subjetiva. Kant distingue cuidadosamente ambas. La fantasía desordenada pertenece al ámbito empírico; la imaginación trascendental, en cambio, es una condición a priori del conocer (Kant, 1781/1998). Negar el papel fundacional de la imaginación no elimina su acción, sino que la vuelve invisible. Incluso las ciencias empíricas dependen de operaciones imaginativas: la formulación de hipótesis, la construcción de modelos y la anticipación de relaciones posibles requieren una actividad que no es meramente deductiva. La imaginación, lejos de oponerse a la razón, la precede y la sostiene.
Surge entonces una cuestión decisiva: ¿cómo se produce el estado de imaginación? ¿Es un proceso espontáneo o puede ser provocado? La experiencia indica que la imaginación no responde a la voluntad instrumental. No puede ser ordenada, pero sí favorecida. Requiere una disposición particular de la conciencia: atención concentrada, suspensión del juicio inmediato y apertura a lo posible. No se trata de pasividad, sino de una forma activa de receptividad. En este sentido, la imaginación puede cultivarse, aunque nunca mecanizarse. La educación contemporánea, centrada en la repetición y el rendimiento, suele descuidar esta facultad esencial. Sin imaginación no hay pensamiento crítico, creatividad ni verdadera comprensión. Recuperar su centralidad implica reconocer que conocer no es solo acumular información, sino configurar sentido.
La imaginación trascendente nos recuerda que todo conocimiento humano es un acto de mediación viva entre lo sensible y lo inteligible. Pensar es, en última instancia, imaginar con rigor. Y allí donde la imaginación se atrofia, el conocimiento se empobrece. Conviene aclarar que la imaginación a la que aquí nos referimos no es el pensamiento espontáneo, errático y disperso de la vida cotidiana, ese fluir incesante de imágenes mentales que la sabiduría oriental ha descrito como “la loca de la casa”. Ese movimiento automático del pensamiento, fragmentario y sin dirección consciente, no constituye la imaginación en sentido filosófico ni cognitivo.
La imaginación que hace posible el conocimiento no pertenece al ámbito de lo arbitrario. Es una facultad que opera con intencionalidad y coherencia, capaz de ordenar lo sensible, proyectar vínculos y generar campos de significado. Desde esta perspectiva, pensar equivale, en su nivel más profundo, a ejercer una imaginación disciplinada. Cuando esta capacidad se debilita o se limita a la reiteración automática, el saber pierde densidad, la comprensión se vuelve epidérmica y la experiencia se vacía de espesor. Sostener la centralidad de la imaginación, así entendida, implica salvaguardar no solo la fecundidad del pensamiento, sino también la dignidad de la experiencia humana.
Areíto
“Mundo ecológico y astral”, de Elsa Núñez, desde la mirada de Nicole María Díaz Beato
OFELIA BERRIDO