David Hume, a contracorriente

David Hume, a contracorriente

David Hume

“El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo”, F. Kafka

(2 de 4)
En los anales de la historia de la filosofía occidental, tengo a David Hume como el empirista original por excelencia. Aleccionado por un no vidente de nacimiento, incapaz de ver y por tanto de conocer qué son los colores, concluye que sin experiencia no hay conocimiento propiamente dicho humano. Así lo expuso en su Tratado de la naturaleza humana (1738-1740), el conocimiento humano se cifra exclusivamene en impresiones sensoriales y en ideas imaginativas, irreales. Ni más ni menos.

Hasta ahí Hume pudiera ser tenido como un pensador filosfófico más de tradición aristotélica-tomista. Después de todo para él también no hay nada en el intelecto que no esté previamene en los sentidos corporales del único miembro del reino animal que es racional. Sin embargo, tal afirmación es inexacta.

La novedad del autor de referido Tratado queda al descubierto por su cuestionamiento al principio de la causalidad y la revalorización de la inducción.

(2.2 Causalidad e inducción). Según Hume, la causalidad procede de dos fenómenos contiguos en el espacio y/o tiempo en el que el efecto sigue “necesariamente” a la causa. Digamos a modo de ejemplo, A (fuego) antecede necesariamente a B (calor). Ambos fenómenos son empíricos, perceptibles; y, a propósito de ellos, se habla de una relación causa-efecto porque el uno (A) antecede al otro (B) debido a cierta propiedad inherente al que hace las veces de causa que, como tal, afecta necesariamente al que asume el papel de efecto.

Hasta ahí lo que suele repetirse al cansancio. No obstante lo cuál, Hume aduce que la convicción o evidencia de causalidad (a tal causa, tal efecto) no es empírica sino más bien imperceptible, dado que solo depende de la costumbre y del hábito mental de verlos asociados secuencialmente. Conforme al ejemplo referido, estamos habituados a sentir calor cuantas veces aproximamos las manos al fuego, pero jamás percibimos de manera factual que un fenómeno perceptible cause a otro. Cuando más, experimentamos que uno (el fuego en tanto que causa) ocurre con anterioridad y seguido de otro (el calor o efecto).

Así, pues, a propósito del duplo causa-efecto, lo único que captamos sensorialmente es la evidencia de una «conjunción constante» de ciertos eventos que habitualmente vienen seguidos respectivamente de los mismos fenómenos factuales. Cuantas veces ocurra A seguirá B y, por tanto, asumimos erradamente la necesidad de que el segundo siempre será ocasionado por el primero.

¿Dónde está el detalle de lo precedente? El establecimiento de la respectiva asociación secuencial de A y B, según Hume, no está sujeta a la percepción de la causalidad que los religa, sino a la ocurrencia fáctica regularmente de tipo secuencial de ambos eventos en el tiempo. Y, si expresáramos lo mismo, pero haciendo uso del vocabulario estadístico contemporáneo, aquella percepcepción no está religada a causalidad alguna que no sean probabilidades de ocurrencia siempre circunstanciales.

Ahora bien, ¿por qué se trata de una impresión o asociación subjetiva, quizás estadística, pero no más allá de ese tipo de ocurrencia? La razón última es de índole lógica y no ya relativa al principio de causalidad.
En el mundo empírico bajo la lupa humeana, el razonamiento válido es de tipo inductivo (de particular en particular) y no el deductivo (de premisas generales a una conclusión particular). Pero la inducción, seguida metodológicamente por la ciencia contemporánea, adolece de un problema fundamental. De evidencia en evidencia factual se precipita al vacío cuantas veces pretenda saltar a una conclusión general. Error craso ese salto, pues se extralimita al abandonar el terreno sensorial del conocimiento e ir -por obra y gracia de la arbitrariedad del entendimiento humano- más allá del único sustento que soporta el conocimiento humano, -la experiencia. Más aún, para el autor del Tratado sobre el conocimiento humano la conjunción de fenómenos particulares en cualquier pesquisa causal es incapaz de alcanzar una idea general de los particulares debido a que ni siquiera cuenta con alguna experiencia de la totalidad de los fenómenos particulares. La experiencia válida es la de los hechos particulares. La totalidad siempre es irreal, hasta prueba en contrario.

Por eso, la o las inducciones no acaban. Y eso así porque, a la hora de arribar a una conclusión general se encuentra en el aire, carente de fundamento, en un mundo irreal de meras suposiciones. Un ejemplo clarifica ese paso falso al vacío.

Supóngase que hemos visto un pájaro rojo, otro y otro más. Lo mismo da que sean cien pájaros rojos o un millón de ellos. Evidente, todos los pájaros observados son rojos, pero no por ello puede es y por ende puede ser afirmado que `todos´ ellos -no solo los vistos- son rojos. Por igual en lo que concierne a los seres humanos conocidos al día de hoy. Ellos nacen y mueren, por lo que son finitos y mortales, pero eso no quiere decir que de los que faltan por ser percibidos aparezca uno o más que sean inmortales o que al menos venzan la muerte. Ante la posible eventualidad sensible de lo diferente no procede clausurar el conocimiento inductivo de lo sensible seriado extrapolando conclusiones universales irreales e imperceptibles.

Es por eso que Hume concluye que la inducción lógica de los fenómenos sensibles guía a través de una secuencia indefinida e inconclusa de evidencias particulares, sin imponer conclusiones universales imaginarias e ignotas en tanto que fuera del alcance del conocimiento humano.

En resumidas cuentas, ¿cuál es el posible error del conocimiento humano situado bajo el prismático humeano? La falacia consiste en extraer inferencias causales a partir de experiencias pasadas pues, al proceder así, presupone de manera sofista que los eventos futuros -de hecho ignotos dado que lo venidero como tal aún no es del orden sensorial- reproducirán o repetirán lo conocido empíricamente en tiempo pasado y/o presente.

Dado que la experiencia es el Rubicón insalvable del concimiento para Hume, trascender ese límite lleva a dogmatismos y fanatismos, tan irracionales, como arbitrarios e indemostrables. Y la situación es tanto más ambigua, cuanto más aseverativas sean las conclusiones extraídas de lo que no es perceptible, procurando así una falsa seguridad engatusada ante lo imperceptible y lo incógnito.

Claro está, quien o quienes permanecen encerrados en su propia convicción -sostenida engañadizamente a modo de inexpugnables axiomas de verdad- cometen el grave error de sacrificar lo único que es presente a lo que yace recóndito. Para eludir tal traspiés racional, el único proceder lógico que es intrínsecamente empírico -por tanto válido- es la inducción de una serie de evidencias indefinidas en una totalidad per se desconocida.

En definitivas, siempre según Hume, es absurdo sacrificar lo que es natural en las mano de lo sobrenatural; es ilógico apelar a este y pasar entonces del único mundo que conocemos, el empírico, a lo que crédulamente pretende trascender el mundo natural para entenderlo en y desde el futuro. De la serie de particulares conocidos solo se siguen válidamente otros particulares. El conocimiento inductivo no puede racionalmente ser clausurado por una afirmación o concepción dependiene de `todo´ del que como tal (como universal) no tenemos ninguna experiencia sensorial.

Tal y como veremos en un tercer escrito, por vía de la debida comprensión de la causalidad, así como por la de la inducción seriada e indefinida en su indeterminación final, los embrujos ideológicos -fruto de rimbombantes generalizaciones inverificables en el intrascendente mundo real de los cinco sentidos inalienables de la naturaleza humana- quedan expuestos desde tiempos de David Hume a su propia falsedad.

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