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Un mismo patrón, demasiados silencios

Estamos obligadas al deber imposible de encajar en la figura irreal de la “víctima perfecta”

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No importa el país: la escena es siempre parecida. Una denuncia que rompe un silencio prolongado, un entorno que se estremece, un grupo de mujeres que encuentran en la experiencia ajena un eco devastadoramente familiar.

Cambian los nombres, cambian los acentos, pero no cambia el patrón: el agresor protegido por la duda, las víctimas juzgadas por sus denuncias mientras la sociedad les sigue exigiendo explicaciones.

Nada de esto mueve a sorpresa. Lo que duele es lo mucho que las mujeres tenemos que hacer, luchar, insistir, para ser creídas.

No basta con contar lo vivido: hay que justificar el dolor, anticipar quién lo pondrá en duda, explicar por qué confiamos, por qué no huímos antes, por qué tardamos en hablar.

Estamos obligadas al deber imposible de encajar en la figura irreal de la “víctima perfecta”.

Ayer leí en El País el artículo “Cuando las víctimas de la violencia machista tienen que hacer las preguntas”, de Florantonia Singer, que confirma que, demasiadas veces, quienes han vivido la violencia terminan cargando también el trabajo de nombrarla, explicarla, contextualizarla, incluso justificarla ante quienes deberían haberla entendido desde el principio.

Lo que pasa en toda Latinoamérica dialoga con lo que pasa aquí. Los medios replican un libreto conocido: coberturas que informan sin explicar, titulares que suavizan la violencia hasta convertirla en paisaje, narrativas que describen hechos sin interrogar las estructuras que los sostienen.

Se cuentan los casos, pero no se piensa en los patrones. Se denuncia el hecho puntual, pero no se profundiza en aquello que lo hace posible una y otra vez.

El informe Monitoreo 2025: Medios, Género y Violencias lo muestra con claridad: más de la mitad de los contenidos carecen de contexto. Y la revictimización, en algunos meses, alcanza cifras alarmantes.

El sensacionalismo persiste; la ausencia de voces expertas empobrece el análisis; y sin una comprensión estructural, la violencia aparece como un incidente aislado, un drama íntimo, una tragedia repetida y sin explicación.

Mientras tanto, las mujeres continúan cargando con tareas que no les corresponden: identificar patrones, reconocer abusos, descifrar señales que otros aún llaman “conflictos de pareja”.

Desde distintos lugares del continente se repiten las mismas vulnerabilidades: miedo a represalias, sistemas judiciales lentos o inaccesibles, campañas de descrédito, instituciones que hablan de protección pero no la garantizan.

La violencia no ocurre únicamente porque hay hombres que la ejercen; ocurre porque hay un sistema entero que les permite hacerlo.

Ocurre porque todavía hay quien pregunta qué hizo ella “para atraer” el daño. Ocurre porque la violencia emocional sigue disfrazándose de celos, intensidad o romance.

He leído testimonios de sobrevivientes que repiten palabras muy parecidas a estas: “Llegué a pensar que ojalá me hubiera pegado, porque la violencia psicológica está tan normalizada, que la gente no la ve.”

Y lo que no se ve, no se nombra; lo que no se nombra, no se reconoce; y lo que no se reconoce, no cambia.

Si algo queda claro en los casos, tanto aquí como en toda la región, es que no basta con visibilizar la violencia: hay que comprenderla.

La cobertura reactiva no educa. El morbo no transforma. El silencio no protege. Y la neutralidad siempre termina inclinada hacia el agresor.

El periodismo tiene un doble mandato: narrar lo que ocurre y arrojar luz sobre lo que lo produce.

Y es ahí, entre el titular urgente y el cierre de edición, donde se pierde lo esencial: la violencia de género no es un hecho puntual, es una estructura. Y cubrirla sin perspectiva de género es seguir reproduciéndola, multiplicándola.

Lo que muchas mujeres sobrevivientes han hecho es profundamente político. No solo cuentan lo vivido; muchas veces construyen espacios para comprenderse, para reconocerse, para impedir que el abuso siga disfrazándose de amor, error o malentendido.

En esa colectividad hay memoria, justicia simbólica y un llamado urgente a revisar lo que normalizamos como sociedad.

Denunciar no es un acto individual, debe comprenderse y asumirse como una resistencia compartida contra un sistema que prefiere fragmentar a las mujeres.

Creerles no es un gesto cordial ni de ocasión. No. Creer a las mujeres es una responsabilidad colectiva.

Ni la sociedad ni el periodismo pueden seguir esperando la “víctima perfecta” para cumplir con esto.

Al final, lo que empieza a mover a una sociedad no es el nivel del escándalo, sino la decisión de quienes se cansaron de cargar silencios y eligieron hablar. Por ellas. Por todas.

Se hace necesario que el mundo empiece a escucharlas.

Sobre el autor
Radhive Pérez

Radhive Pérez

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