Mientras muchas feministas estaban de lo más campantes, inmersas en esotéricas discusiones acerca de la discriminación de las mujeres rescatistas y rescatadas en catástrofes naturales, como los impertérritos teólogos de Constantinopla, que debatían sobre el sexo de los ángeles mientras los otomanos asediaban la ciudad, aconteció una hecatombe que no es un “acto de Dios”, sino de manufactura humana: la sentencia Dobbs de la Suprema Corte de los Estados Unidos.
Ya lo dijo Simone de Beauvoir: “bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, debéis permanecer vigilantes toda vuestra vida”.
Dobbs demuestra que no es lo mismo llamar al “constitucionalismo popular” que verlo llegar. Al revocar Roe vs. Wade, desconocer el derecho al aborto y remitir la cuestión a las asambleas legislativas de los estados, SCOTUS realiza el sueño húmedo de quienes, amparados en las tesis de Mark Tushnet y Larry Kramer, reclaman una interpretación constitucional democrática y popularmente legitimada por encima de la “supremacía judicial” de la “juristocracia”.
Se trata de una cobarde decisión, pues ofende tanto a juristas liberales, partidarios de un enfoque a la Dworkin, defensores del derecho a la dignidad de la mujer, como a juristas conservadores, quienes, postulando un enfoque principiológico cercano a Dworkin, pero inspirado en un “constitucionalismo del bien común” (Vermeule), sostienen el derecho a la vida del concebido. Unos y otros consideran los derechos como “cartas de triunfo” (Dworkin) y parte de la “esfera de lo indecidible” (Ferrajoli), inmune al legislador y tutelable por los jueces.
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Ambos derechos -flagrantemente desconocidos en Dobbs – son armonizables, como atestiguan leyes y precedentes mundiales despenalizando algunos supuestos de aborto y rechazando la alternativa maniquea de, o bien instrumentalizar a la mujer embarazada, o bien cosificar al concebido, desconociéndole irónicamente su derecho a la vida, cuando el derecho constitucional es tan empático que ya comienza a reconocer derechos incluso a animales, naturaleza e inteligencia artificial.
Dobbs retorna a las estadounidenses a la tierra de nadie de la exclusión, la discriminación, la opresión, la vulnerabilidad y la inseguridad, donde residen millones de ciudadanos afroamericanos y latinos -sujetos a leyes impulsadas por los republicanos para suprimir su voto- e inmigrantes ilegales -sumidos en el limbo de las personas “sin derecho a tener derechos” (Arendt).
Lo peor es que Dobbs es material exportable. La historia lo confirma: Hitler confesó admirar a Estados Unidos, cuyo sistema político excluyente de los negros, implantado por las legislaturas estatales y descaradamente declarado constitucional por los tribunales, lo convertían, según el Führer, en el “único Estado” desarrollando “un saludable orden político-jurídico racial”.
Más aún, según James Q. Whitman, las leyes antisemitas de Nuremberg copiaron a las estadounidenses que limitaban derechos de negros e inmigrantes, tanto así que, una vez promulgadas, los 45 juristas alemanes que trabajaron en ellas -y que, siendo justos, tuvieron la delicadeza de no trasplantar las más discriminatorias normas gringas, como la que consignaba que una sola gota de sangre determinaba la raza negra, en tanto que los nazis tan solo consideraban judío al que tuviera 3 abuelos judíos- fueron premiados con un viaje de estudio a Estados Unidos, el país origen de su racista legislación. Triste pero cierto: ¡el constitucionalismo popular no tiene fronteras!